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Actualizado: 7 de junio de 2025
La luz vacilante del hogar que se extinguía iluminaba únicamente con su rojiza claridad el interior de aquel chamizo; y destacándose en el fondo la cabeza disforme del idiota que dormitaba agazapado en un rincón, resultaba verdaderamente espantosa. De Ivona no se veía más que su manta negra y sus largos cabellos grises; en el exterior mugía la tempestad.
Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes. Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vió un libro abandonado en el sillón inmediato.
Al encontrarse en la pacífica casa del Correo, sentada en su estrecha oficina junto al ventanillo ante el cual desfilaban las mismas caras familiares, Liette hubiera podido creer que nunca había salido de allí. La de Raynal, vuelta a caer en su atonía, dormitaba inerte y pasiva recostada en su butaca junto a la ventana abierta.
Pep dormitaba en su silla baja, vencido por el cansancio, y su mujer lanzaba sordos alaridos de terror cada vez que un trueno fuerte conmovía la casa, intercalando en sus gemidos fragmentos de oraciones, murmuradas en castellano para mayor eficacia. «Santa Bárbera bendita, que en el sielo estás escrita...» Margalida, insensible a las miradas de sus pretendientes, parecía próxima a dormirse en su asiento.
Algo debí de pensar, considerando cómo la pobre Luz se destruía al primer choque de su inocencia con las maldades del mundo, en si fui o no fui discreta al cultivar a la sombra una planta destinada a vivir al aire libre, para venir a parar a que no estaba lo malo en esconder más o menos a una hija para que viera o no viera ciertas cosas, sino en que una madre tenga faltas que no puedan ser confesadas a voces; porque pensar en esto y llorar mucho mientras la pobre enferma dormitaba, aún sin tan grandes motivos, había sido mi ocupación en las veladas anteriores; también recuerdo confusamente la hora en que Ángel se despidió para volver por la mañana, y algo como impresión pavorosa que entonces sentí, sin saber por qué, al considerar que me quedaba sola junto a aquel lecho, que me parecía una tumba...
En el asiento posterior, la señora francesa dormitaba también, conservando una actitud de estudiado recato, que se echaba de ver en la posición del pañuelo caído sobre la frente ocultando a medias su rubicunda cara. Otra señora de Virginia City, que viajaba en compañía de su esposo, yacía en un ángulo, arrebujada en un mar de cintas, pieles y abrigos que inundaban por completo su persona.
Un San Cristóbal gigantesco, mal trazado y de peor color que dibujo, guardaba la puerta de entrada, en cuyo dintel dormitaba con la mayor vigilancia un familiar dispuesto a troncharse el espinazo cada vez que Su Ilustrísima pasaba por allí.
La aristocracia, creía ella, que dormitaba siglos hacía en dorada servidumbre, y que, contenta o resignada con vanas distinciones áulicas, dejaba el influjo y el mando a los Cisneros, los Pérez y los Vázquez, habiendo sido España una democracia frailuna, y ganando ahora con ser algo parecido a una mesocracia seglar.
Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba, rodeado de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban aplastarle, siempre en continua guerra, como si todos se creyesen inmortales y temblaran por su sustento durante una vida sin límites.
El río tenía estremecimientos de luz que lo blanqueaban y corría sin hacer el más leve ruido entre sus altas riberas pobladas de árboles y de palacios. A lo lejos se hundía la ciudad populosa con sus torres, sus medias naranjas, sus flechas, en las cuales parecía que estaban encendidas las estrellas como faros, y el París central dormitaba confusamente extendido bajo las brumas.
Palabra del Dia
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