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Una de sus piernas estaba metida en una media de seda gris. La cabeza colgaba por el lado opuesto, extendiendo sus cabellos rubios sobre el agua como manojo de algas doradas. Sus pechos juveniles y firmes asomaban por la abertura de una camisa de dormir, pegada al cuerpo con impúdico moldeo.

Las que hacían su primer viaje eran miradas por las otras con lástima y envidia. ¡Quién tuviese sus ilusiones!... Recordaban las esperanzas risueñas, las doradas mentiras que las habían acompañado en su llegada al río de la Plata. Y después, ¡habían visto tanto!... Berta calló al notar que un hombre se había aproximado al grupo.

He aquí la lista de todas las vituallas y demás cosas con que la Ciudad agasajó á sus Reyes, aquellas más selectas y escogidas que las del Yantar de los cofrades de Stas. Justa y Rufina. «Seys tortas de açucar a 225 mrs. cada una 1350. Diez caxas de diacitrón a 110 mrs. Cinco arrobas de dátiles a 200 mrs. 1000. Mil e doscientas enpanadillas de açucar e doradas a 4 mrs y 1/2 5400.

En aquel salón de muebles escasos, semejante al interior de una tienda de campaña, los frascos tallados, con cerraduras doradas y niqueladas, asomaban entre ropas y papeles, surgían de los rincones, denunciando el olvido en que vivían con su embriagadora respiración. ¡Toma!... ¡toma!

Aquellas preciosas cabezas de angelitos, que ceñían las arañas; aquellas ventanas, cuyas vidrieras habían desaparecido y que dejaban entrada libre a los mochuelos y otros pájaros, cuyos nidos afeaban las bien talladas y doradas cornisas y que convertían en inmunda sentina el rico pavimento de mármol; aquellos esqueletos de altares despojados de todos sus adornos; aquellos grandes y hermosos ángeles que parecían salir de las pilastras; que habían tenido en sus manos lámparas de plata siempre encendidas y extendían aún sus brazos, mirando aquellas con dolor vacías.

»Mientras tanto comienzan los músicos á templar los instrumentos detrás de la escena: asoma un actor en traje pastoril por el telón, y da motivo á los amigos para hacer varias reflexiones acerca de su traje, ya por el zamarro que llevaba con listas doradas, ya por su galana caperuza, ya, en fin, por su gran cuello con lechuguilla muy tiesa, que debía tener una libra de almidón.

Sobre la chimenea, vestida también de raso, había dos magníficos candelabros y un reloj, obra de nuestros plateros del siglo pasado. Los enseres de la chimenea eran igualmente de plata. La alfombra blanca con cenefa azul. En medio un confidente forrado de tisú de oro. Butacas, sillas doradas. En el suelo dos grandes almohadones de pluma.

En medio de la plaza distinguimos una gran columna que remata en un globo, sobre el cual asienta sus piés una figura. De cuando en cuando, un reflejo salia de la columna y nos heria confusamente, pareciéndonos descubrir como letras doradas. Así era, en efecto, segun nos informaron varios transeuntes.

Y después, en otoño, cuando una ráfaga pasaba sobre el árbol, caía casi entre sus brazos una lluvia de manzanas doradas. ¡Era una delicia aquello! ¡Qué de pensamientos acuden a la mente cuando se silba de ese modo! Cada nota despierta una nueva canción, cada tonada resucita nuevos recuerdos.

Las bandas militares atronaban las calles inmediatas con sus ruidosos pasodobles, y rompiendo el gentío pasaban los regimientos, con los uniformes cepillados y brillantes, moviendo airosamente al compás de la marcha los rojos pompones de gala y las bayonetas, doradas por los últimos resplandores del sol.