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Hasta pensó supersticiosamente si este felino de la altiplanicie, mezcla de león y de tigre, tendría algo del alma de la difunta, pues en los cuentos del país había oído hablar muchas veces de espíritus de personas que continúan su existencia dentro de cuerpos de animales. Dejó de ocuparse del puma para seguir mirando el bote de las limosnas.

Ninguno de los otros papeles de la difunta arrojaba la menor luz: los más importantes eran un legajo de cartas de aquella sor Ana a quien la Condesa había escrito la mañana misma de la catástrofe.

Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otra participación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novio René Lacour, convertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á la difunta madre, René era un «soldadito de azúcar» en opinión de su novia.

«¡Al fin!...» ¡Cómo había deseado este momento!... Intentó quitarse el sombrero antes de hablar con la difunta, pero no pudo. No tenía manos, ni tampoco brazos. Pendían de sus hombros, pero ya no eran de él. Consideró como un detalle insignificante permanecer con el sombrero calado, y quiso hablar. Pero aunque hizo un esfuerzo extraordinario, no salió de su boca el más leve sonido.

Acertó a pasar una mañana por la calle de las Maldonadas, donde tenía fábrica de buñuelos un conocido de la verdulera difunta; le preguntó el buñolero que cómo vivía; repuso el chico que peor; y tanta lástima supo inspirar, que allí se quedó cuidando de la venta al menudeo, sin promesa de recibir otro pago que la comida y lugar donde dormir. El sillero no volvió a saber de él.

Su admiración por el viejo era tan grande, que consideró detalle de poca importancia el hecho de que no hubiese atravesado nunca la Puna de Atacama, ni conociera el lugar donde estaba el sepulcro de la difunta Correa. Un hombre de sus méritos sólo necesitaba unas cuantas explicaciones para hacer lo que le encargasen, aunque fuera en el otro extremo del planeta.

Foja, los Orgaz echaban lodo con las dos manos sobre la honra difunta de aquella pobre viuda encerrada entre cuatro paredes.

Era la difunta Correa; no podía ser otra, ¡Aquellos ojos!... ¡Aquel niño que la acompañaba!... Se quitó el sombrero con la misma expresión reverente que cuando había rezado ante su tumba. ¿En qué puedo servirla, señora? dijo . ¿Qué desea de ?... La mujer permaneció muda, y sus ojos redondos, de un ardor obscuro, le miraron fijamente.

Luciana me suplicó que nos fuésemos, alterada de nerviosa impaciencia por escaparse de aquella atmósfera de muerte. Es tarde, y su padre de usted estará inquieto dije a Elena, que se levantó en seguida. La última mirada a la difunta, unas cuantas palabras dulces a los niños, con promesa de volver a verlos, y hétenos en marcha por la creciente sombra que invade el camino.

Empezó á calcular los meses transcurridos desde que dejó su recibo en la tumba del desierto. Hizo un gesto de satisfacción, como si acabase de resolver un problema difícil, al convencerse de que iba transcurrido más de un año, plazo que él mismo fijó en su papel. La difunta tenía derecho á reclamar.