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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Mientras mis ojos miran con asombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo, el espíritu observa tristemente que esa grandeza no es más que una mortaja tropical. Así, Colombia se refugia en las alturas, lejos, muy lejos del mar y de la Europa, tras los riscos escarpados que dificultan el acceso y trata de hacer allí su centro de civilización.

Un inmenso foco de una luz roja y brillante se levantó de pronto; el mar, reflejando aquella claridad deslumbrante, hizo rodar olas de fuego, la atmósfera se inflamó y las cimas de los peñascales de la Torre se tiñeron de una luz purpurada, como si un vasto incendio hubiera hecho presa en la costa.

El famoso actor, que entonces llegaba al cénit deslumbrante de su celebridad, sintió hacia el aventurero bordelés un afecto paternal; él mismo le decía cómo debe estudiarse; refrenaba sus intemperancias, corregía la exaltación meridional de sus gestos y la dureza hirviente de su voz.

Vio una turba infinita de escribanos y jueces, y pirámides de papel en cuya cúspide brillaba deslumbrante y cegadora la inextinguible luz de su verdadero estado civil. En la calle de Floridablanca el gentío era más espeso; pero los curiosos no hacían nada, ni siquiera gritaban. Eran turbas comedidas que no daban vivas ni mueras.

A medida que avanzaba el tiempo, iban siendo más numerosas y frecuentes las voces iracundas que votaban y renegaban. No se sabía la garganta de donde salían; atravesaban el espacio a modo de murciélagos cegados por la luz deslumbrante. El olor de los perfumes y el vino se iba haciendo más fuerte e impedía la respiración, como si el aire que impregnaba huyese de las bocas, ávidamente abiertas.

Ahora le pareció pasar por sobre una enorme sierpe de púrpura deslumbrante, que bajo el crepúsculo se prolongaba, entre dos orillas de negrura fantástica, y sorbía en el horizonte la luz de sangre.

Sin poder él remediarlo, mientras el aire fresco el viento había cambiado del mediodía al noroeste le llenaba los pulmones de voluptuosa picazón, la fantasía, sin hacer caso de observaciones ni mandatos, seguía herborizando y se había plantado en los siglos primeros de la Iglesia, y el Magistral se veía con una cesta debajo del brazo recogiendo de puerta en puerta por el Boulevard y el Espolón las ricas frutas que Páez, don Frutos Redondo y demás Vespucios de la Colonia, arrancaban con sus propias manos en aquellos jardines que, en efecto, iba viendo a un lado y a otro detrás de verjas doradas, entre follaje deslumbrante y lleno de rumores del viento y de los pájaros.

El paso de cada torreón deslumbrante era acogido con un grito general: «¡Esto es carne!...» Poco después decían á coro: «¡Esto es tomate!...» Transcurridos unos minutos, afirmaban á gritos: «¡Ahora son guisantes!» y todos se asombraban de que un ser en figura de persona, aunque fuese un coloso, pudiera alimentarse con tales materias que esparcían un hedor insufrible para ellos, casi igual al que denuncia la putrefacción.

Sobre el deslumbrante hechizo de todo nuevo sistema, desde Kant hasta Hegel, puso Goethe su alto espíritu crítico, su juicioso escepticismo un mal llamado sentido común, porque más bien era raro y exquisito, ciertas teorías leibnizianas, y un arraigado sentimiento religioso que jamás lo abandonó en época de tanta incredulidad, y de tanta fermentación y florecimiento de metafísicas nuevas.

Unos ojos grandes, húmedos y ligeramente oblicuos; una dentadura fuerte y deslumbrante entre los labios gruesos de rosa obscuro; una carne pomposa y pálida, y una cabellera exuberante, negra y con tendencia á rizarse apenas la abandonaba el peine, eran los componentes principales de su belleza.

Palabra del Dia

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