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Imaginemos, por un instante, y Dios nos lo perdone, que la de Cristo es como la explica Hegel. Será así muy filosófica, muy profunda, muy interesante; pero, no bien se acepte la explicación de Hegel, tendremos un ingenioso y dialéctico trabajo, y lo que es religión no tendremos.

Si al intentar esto no se ha logrado nunca llegar a la verdad, donde el espíritu se satisface y aquieta, al menos se han creado obras pasmosas de imaginación, como, por ejemplo, las de Leibnitz y las de Hegel. Pero el error del poeta ha estado en no ver que el camino, por donde se va a dicho término, no es ni puede ser el suyo.

Admite ambos elementos, y vagamente los concierta en un método que llama empirismo intelectual, donde la intuición ejerce el oficio de la observación del sensualista y de la especulación del idealista. Hegel atrae y repugna a la vez a nuestro poeta.

Mientras el soldado alemán de baja clase pillaba lo que podía y fusilaba ebrio lo que le saltaba al paso, el estudiante guerrero leía en el vivac á Hégel y Nietzsche. Era demasiado culto para ejecutar con sus manos estos actos de «justicia histórica». Pero él y sus profesores habían excitado todos los malos instintos de la bestia germánica, dándoles un barniz de justificación científica.

Hecha la decisión, se llamó á un guía, y este, que era un viejo tulisan de los más conocedores del bosque, oyó con toda la imperturbable indiferencia india nuestros deseos, contestando con un sacramental y lacónico yo cuidado. El yo cuidado, en el lenguaje filipino, es la síntesis de la filosofía, es el extracto del refinamiento del yo y el no yo de Hegel y Krausse aplicado á la India.

Yo deseo complacerle; pero lo considero harto difícil. El asunto es tan complicado que, para tratarle bien, sería menester escribir un par de volúmenes y no un artículo breve. Mucho aumentaría la extensión del escrito si me empeñase en decir, además de lo que á se me ocurre, lo que se ha ocurrido á los otros desde Platón y Aristóteles hasta Hegel, Gioberti, Pictet y demás autores novísimos.

Esto era otra cosa; y los que habían permanecido indiferentes ante las guerras gloriosas del Gran Federico, de que Körner se envanecía como si fuera nieto del ilustre Monarca; los que oían hablar de Goëthe, y de Heine, y de Hegel, como quien oye llover, llegaron a reconocer el glorioso porvenir de la raza que criaba tan buenos estómagos.

A Kant le pone por las nubes; pero después de Kant apenas hay más que él en el mundo: Fichte es un mono, y Hegel, el que por tanto tiempo hemos admirado como el Aristóteles de la edad novísima, no es más que un charlatán atrevido.

Hablaba de la evolución, del transformismo, de la lucha por la existencia, citaba a Hegel alguna vez, traía a cuento la teoría de Malthus sobre la población, el antagonismo del trabajo y el capital. De todo procuraba sacar partido en defensa de la doctrina católica. Para rechazar los nuevos ataques era necesario emplear nuevas armas.

Todo esto es, a la verdad, inaudito, y el aplauso y la boga que tales libros alcanzan en una nación tan civilizada como Francia, indican bien claro cuán aceleradamente van retrogradando los estudios estéticos, que parecían llamados a tan gloriosos destinos después del impulso que les imprimió la mano titánica de Hegel.