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Actualizado: 21 de mayo de 2025


-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas, sin dejarle pelo en ellas.

Juan levantó sus ojos sombríos hacia María Teresa, y su cólera desapareció, no dejándole más que una herida secreta que sangraría mucho tiempo; él lo sabía bien... La que lo miraba con cara risueña, no sospechaba la turbación que su presencia provocaba. ¡Con tal que no lo supiera nunca! Juan creía que para él era cuestión de honor dejarle ignorar siempre las torturas que padecía a causa de ella.

Con razón o sin ella, creyó ver en esta circunstancia un acto de desdén, o cuando menos de mal humor para con ella. El aprecio de aquel joven de una vida tan poco ejemplar había llegado a serle repentinamente tan necesario, que la idea de dejarle por un tiempo indeterminado bajo una mala impresión, le era insoportable.

Se sonrió con aire de superioridad, y metiéndose las manos en los bolsillos, dijo: ¿Cómo quiere usted que sepa yo cuándo viene? Vendrá ... cuando venga. Es que tengo precisión de verle esta misma noche. ¿A qué hora suele venir? No tiene hora fija dijo el portero volviendo la espalda y dirigiéndose á la portería. Después volvió y dijo: Si usted quiere dejarle algún recado....

JOAQUÍN. No he tenido el gusto de ver a su señoría. ISIDORA. ¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!... He vuelto a casa de Emilia para ver a Riquín. JOAQUÍN. Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor. Dios de mi vida, ¡qué angustia! Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí.

Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo.

Montiño se calló esperando á que el padre Aliaga le preguntase, pero el padre Aliaga se redujo á dejarle oír una de esas frases generales de consuelo, que toda persona buena dirige á un semejante suyo á quien ve atribulado. Después el padre Aliaga se calló también. Hubo algunos momentos de silencio. ¡Perdonadme, señor! dijo tartamudeando Montiño.

La lucha se fué haciendo cada día más encarnizada. Por otra parte, los acreedores de Osorio, defraudados en sus esperanzas, empezaban a revolverse contra él y amenazaban dejarle arruinado. Es fácil representarse la agitación, la violencia, el malestar que reinarían en el hotel de la calle de Don Ramón de la Cruz.

Al principio se negó resueltamente, exhortándoles á sufrir aquellas incomodidades y trabajos por amor de Dios; mas no cesando las palabras, los lamentos, las quejas y aun también las amenazas de dejarle sólo á la discreción de tantos bárbaros que habitaban á lo largo de la costa, le fué necesario condescender con ellos.

La Princesa se acongojó también, y se arrepintió de lo que había hecho. A pesar de su vehemente amor al Príncipe de la China, prefería ya dejarle eternamente encantado a que por su amor se derramase una sola gota de sangre. Así es que enviaron despachos al general para que no empeñase una batalla; pero todo fue inútil. El general había ido tan veloz, que no hubo medio de alcanzarle.

Palabra del Dia

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