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Actualizado: 19 de junio de 2025


D. Laureano no parecía disgustado con esta nueva fase de su conquista, aunque se dilatase más de lo que había imaginado. En esta materia había llegado a un sibaritismo refinado. Sólo tenía valor para él lo que costaba trabajo. Sin impaciencia ni inquietud esperaba alegremente que la naranja estuviese madura para sacudir el árbol y hacerla caer en su seno.

Por último, todo gasto le pareció exorbitante y, cuando el médico habló de hidroterapia y en la casa de baños dijeron que llevar a domicilio un aparato necesario costaba un duro por cada viaje, fue de opinión contraria al remedio, tronando por vez primera contra las invenciones de ahora.

Y buenos sudores le costaba, porque había ratos en que su apurada situación económica, sus remordimientos y sus miedos sobre todo, le ponían al borde de lo que él creía ser la locura. No importaba; la mayor parte del tiempo estaba satisfecho de mismo.

En dos horas había hecho lo que antes costaba varias semanas. El malecón crecía por momentos. Todos alababan el acuerdo del Senado. Pero el profesor sintió deseos de llorar al ver á su amado en esta situación envilecedora. Sobre su cabeza flotaban continuamente unas cuantas máquinas aéreas llevando colgantes sus cables, flácidos y muertos en apariencia.

Las hay más flúidas, por ejemplo, la tenue faja azur nombrada cinturón de Venus, la cual apenas salida del agua se evapora y desaparece. Un poco más consistente la medusa, es más dura en el morir. ¿Estaba la mía muerta ó moribunda? Cuéstame mucho trabajo creer en la muerte; así, pues, sostuve que estaba viva. De todos modos poco costaba sacarla de aquel suplicio y echarla á la laguna del lado.

Dio dos o tres bufidos de cansancio sin soltar la cesta , y rompió a hablar en un castellano fantástico, ya que en casa de doña Manuela no era permitido otro lenguaje. ¡Cómo se cansaba una en Valencia...! Parecía imposible que las gentes quisieran vivir en semejante pudridero. Allá, en la huerta, se estaba bien, y por esto a ella le costaba mucho decidirse a entrar en Valencia.

Así que tuvo fuerzas y habilidad para hacerlo, nunca permitió que nadie arreglara aquel cuarto más que ella. Por la mañana pasaba siempre media hora de amable sosiego y dulzura limpiando los enormes sillones, que le costaba gran trabajo mover de su sitio, y haciendo la vasta cama de don Mariano. Sentíase feliz en medio de aquella habitación grave y patriarcal.

Los tertulios del Camarote, hostigados constantemente por las gacetillas del Faro, se habían decidido al cabo a fundar otro periódico en el que pudieran tomar venganza de las sinrazones que se les hacía. Enormes sacrificios costaba esto. Muy pocos, de entre ellos, eran ricos. El único que pudiera llamarse así era don Pedro Miranda.

Fernanda sonreía clavándole una mirada, cariñosa; el mismo D. Pedro dulcificaba sus ojos, altivos, feroces y dejaba escapar de su garganta un amago de carcajada. ¡Qué esfuerzo prodigioso le costaba al conde aparecer sereno en estos, momentos! Le parecía que tenía un abismo abierto a sus pies.

Su corazón estaba herido por el desengaño triste que le había dado la violenta resolución de su hija, y por el no más alegre que le costaba la mitad de su fortuna. Doña Juana estaba hecha una simple, y tan pronto reía como lloraba. Arturo y Julieta eran, en cambio, completamente felices en aquellos momentos. Pero ¿qué novios no lo fueron el día de la boda y aun algunos después?

Palabra del Dia

rigoleto

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