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Actualizado: 19 de junio de 2025


No costaba mucho trabajo reconocerlas como dos piraguas de isleños, pues son bien distintas de las nuestras. Consisten en troncos de árboles ahuecados de unos cuarenta pies de largo, con cubiertas provistas de barandas de bambú.

A veces Adán recordaba el manzano del Paraíso y la serpiente enrollada á su tronco que había dado consejos á su mujer, inspirándole estúpidos deseos. Pero al contemplar luego su huerto, se encogía de hombros. La obra de sus manos le parecía más firme y de mayor porvenir que la creación improvisada del Paraíso. Podía sentirse orgulloso de su obra continuó el viejo , pero su trabajo le costaba.

Por nada en el mundo podía infringirse este régimen despótico: la menor infracción costaba muchas lágrimas.

Odiaba las cifras y las cuentas y procuraba despachar las que le estaban encomendadas en el menor tiempo posible y por el procedimiento más breve. En cambio era apasionadísimo de los trabajos del campo, de la caza, de los caballos y de los toros. Le costaba mucho trabajo estarse quieto, sobre todo en casa.

Roselo se acerca á Julia mientras tanto; ella exclama: Si el Amor se disfrazara Para dar envidia á Febo, Pienso que de este mancebo El talle y rostro buscara; Y yo pienso que Amor es, Que, para quitar la paz, Viene con este disfraz. Roselo, por otra parte, prorrumpe en las palabras siguientes: ¡Ay, cielos! ¿Que fuí Montés? ¡No fuera yo Castelvín! ¿Tanto le costaba al cielo?

Enderezada la conversación por estos carriles, nos habló de lo que le costaba aclimatarse a la vida de la ciudad: no podía con ella un hombre como él, nacido para respirar el aire oxigenado, puro, de la Naturaleza, y necesitaba también la presencia y hasta la compañía de aquellos hombres rústicos, aun con sus ingratitudes.

Pensó en la felicidad de dejar allí mismo, junto á un ribazo, aquel corpachón cuyo sostenimiento tanto le costaba, y agarrado á la almita de su hijo, de aquel inocente, volar, volar como los bienaventurados que él había visto conducidos por ángeles en los cuadros de las iglesias.

Sin que yo se lo preguntase, Primo me enteró del carácter e historia de aquel dulce personaje. Había robado unos gallos cuando tenía dieciocho años. Le echó mano la Policía. Se fugó a la sierra. Comenzó a merodear, asaltando a los pastores y a los viajeros, pero nunca les exigía más que lo indispensable para vivir. Mató a un guardia. Ya no pudo presentarse, porque le costaba la cabeza.

Don Roque de la Riva, alcalde constitucional de Sarrió, a quien hemos tenido el honor de comparar, cuando por primera vez le vimos en el teatro, a un cortesano de Luis XV, o a un cochero de casa grande, no se distinguía por la pureza de la dicción; antes era ésta tan atropellada y confusa, que al interlocutor le costaba gran trabajo entenderle.

Hablaban de cosas que nada tenían de espirituales, de lo caro que se estaba poniendo todo... La carne sin hueso, ¡quién lo había de decir!, a peseta; la leche a diez cuartos; el pan de picos a diez y seis, y de las casas no dijéramos; un cuarto que antes costaba ocho reales, ya no se encontraba por catorce.

Palabra del Dia

vorsado

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