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Y mientras llega la carta y la recibe, si es que la recibe, ¿qué piensas hacer? ¿Ir al caserío? No, al caserío, no. Mi padre y mis hermanos me pegarán. Entonces, ¿quieres que yo se lo diga a la señora para ver qué decide? No, no. ¡Ay, ené! Pues, ¿qué vas a hacer? ¿Adonde vas a ir? -No . La Shele miraba el suelo y suspiraba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

Reducíala a comer los manjares que sabía no le gustaban y la privaba de los que apetecía. A medida que corrían los días su saña y crueldad iban en aumento. Luego no se fijó en esto: lo hacía cuando tropezaba con ella o cuando el cuerpo se lo pedía.

¡Cobardes! ¡Cabritos!... Como si conociesen la historia y la familia de cada uno de los guardias, les echaban en cara su envilecimiento. Ellos allí, pegando a los pobres trabajadores, y mientras tanto sus mujeres acudiendo a las citas... Y tras este desahogo, corrían otra vez al ver que se acercaban con el sable levantado.

Don Enrique palideció ante esta ironía, y por restablecer la igualdad, por suprimir sus ventajas históricas, levantó el sable, dándose una feroz cuchillada en el cráneo, mientras corrían los testigos á sujetarle para que no reincidiese.

Ahora me río considerando cómo se me partía el corazón con aquellas cosas. Pero aún habían de ocurrir más terribles desventuras. Al año de su transformación, la tía Martina, Rosario la cocinera, Marcial y otros personajes de la servidumbre, se ocupaban un día de cierto grave asunto. Aplicando mi diligente oído, luego me enteré de que corrían rumores alarmantes: la señorita se iba a casar.

Entonces... el marqués de Moraima, que estaba en un palco, se vio, sin saber cómo, detrás de la barrera, entre los mozos, que corrían con la agitación de la accidentada lidia, y cerca del maestro, que preparaba su muleta con cierta calma, como queriendo retardar el momento de verse frente a frente con un animal de tanto poder. «¡Coronel!», gritó el marqués sacando medio cuerpo fuera de la barrera y golpeando las tablas con las manos.

Pero nuestros soldados, con sus oficiales á la cabeza, corrían sobre las bocas de las armas enemigas, disparando al propio tiempo las suyas, cuyas balas hacían un efecto desastroso, mermando las filas rebeldes.

Concluida la ceremonia, nadie quedó con el enfermo, sino el cura, la buena tía María y fray Gabriel. Tío Pedro yacía tranquilo. Al cabo de algún tiempo abrió los ojos, y dijo: ¿No ha venido? Tío Pedro respondió la tía María, mientras corrían por sus arrugadas mejillas dos lágrimas que no alcanzaba a ver el enfermo , hay mucho trecho de aquí a Madrid.

Muchos oficiales militares corrian por las calles, con la cabeza desnuda, en un estado de distraccion, habiéndose llenado de gente las iglesias y casas religiosas, á donde se refugiaban, como si el enemigo estuviera á las puertas de la ciudad.

Los negros bogas corrían sobre él, medio desnudos, soeces, salvajes en sus costumbres... ¡y esa vida, sobre todo cuando se trataba de subir el río, duraba, meses enteros!