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Actualizado: 16 de junio de 2025
Antes los galanes, cuando no podían comunicarse con sus amadas, las citaban en las iglesias, donde la religiosa oscuridad protegía el trasiego de las cartitas, el apretón de manos u otro desahogo de peor especie, mientras los padres embobados contemplaban las llamaradas del cuadro de Ánimas del Purgatorio.
¡Lástima que sea de mármol! añadió otro. No hay duda que aunque no sea más que la ilusión de hallarse junto á una mujer de este calibre, es lo suficiente para no pegar los ojos en toda la noche. ¿Y no sabéis quién es ella? preguntaron algunos de los que contemplaban la estatua al capitán, que sonreía satisfecho de su triunfo.
Unos llevaban por toda arma un lanzón; otros, un sable; otros, un hacha atada con una cuerda a la silla y una enorme pistola de arzón sujeta a la cintura. Varios otros, con el rostro levantado contemplaban extáticamente la verde copa de los abetos, que se escalonaban unos sobre otros y llegaban hasta las nubes.
El cielo se había despejado con la mudable rapidez de la atmósfera ecuatorial. En su límpido azul sólo quedaba flotante una nube negra cerca de la línea del horizonte. Esta nube, que contemplaban todos, parecía una flor de pétalos vaporosos, con un largo vástago que descendía en busca del agua.
Luego se emprendería el remedo de los astros, porque los astros eran inmaculados, extáticos, inmutables, fuera del mundo de la corrupción. Sus esencias inteligentes contemplaban al Ser Único en la eternidad; y nada ayudaba a abstraerse de todo el mundo sensible y caer en la embriaguez, en el supremo delirio, como la imitación de su movimiento por medio de la danza, de la rotación indefinida.
La tía Eugenia y Máxima los contemplaban sonriendo maliciosamente. A las once se celebraba la misa solemne de la parroquia, y como ya habían repicado la segunda vez, todos en la casa se dispusieron a salir para oírla. La tía Eugenia, Andrés, Rosa, Máxima y un sobrinito que tenían consigo se echaron fuera de casa, dejándola cerrada.
Tampoco dejaban de ver aquí y allá, en lo alto de las rocas ó al torcer de un camino, pequeños grupos de caballeros y soldados del rey Carlos, que los contemplaban en silencio; vista que ponía de muy mal humor al barón, quien hablaba nada menos que de caer espada en mano sobre aquellos soldados neutrales.
Algunas extremaban sus declaraciones, atribuyendo al muchacho diez y seis años... quince. Y á este coro de femeniles vociferaciones se unían los gemidos de los pequeños, que contemplaban á su hermano con los ojos agrandados por el terror. El comandante examinó al prisionero mientras escuchaba al suboficial.
No le habría pasado ciertamente inadvertida su gran sorpresa a la señora Liénard si ella no se hubiese sentido también conmovida por una sorpresa igual. Sus clarísimos ojos contemplaban a Delaberge y parecía reflejarse en su rostro la sorpresa de quien recuerda vagamente una semejanza o se pregunta dónde y cuándo vio alguna otra vez a la persona que tiene delante.
Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que le contemplaban con admiración y miedo. Cada vez que subía á caballo para estas correrías, su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años! ¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier día iban á lamentar una desgracia...» Y la desgracia vino.
Palabra del Dia
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