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Actualizado: 12 de octubre de 2025
Tuve ocasión de conocer y apreciar los sentimientos de cada uno de los habitantes de la ciudad en este particular, porque mi suerte o mi desgracia quiso que fuese yo el designado por la Junta para custodiar el coloso y administrar todo lo que había pertenecido a la Corona. Desde que me instalé en mi oficina, faltábame tiempo para oír a los vecinos angustiados de la ciudad.
Eran dragones rojos y verdes, serpientes de enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus faros, ahora extinguidos. Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral, hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso.
Entre ellos eran tenidos como peores los de un grupo procedente de Blefuscú, fácilmente reconocibles por sus luengas cabelleras y sus bigotes, que pendían con no menos abundancia por ambos lados de sus bocas. Oyendo á estos hombres era como los amigos de Ra-Ra habían sospechado que se tramaba algo contra el coloso.
A la mura de babor se alzaba el gigantesco coloso del Estrecho de San Bernardino; á la proa teníamos la gran bocana que abre el hemiciclo que forma la rada de Legaspi, y por la que da entrada en las monzones del Noroeste á embravecidas mares que no encuentran barrera alguna desde las costas americanas, quedando tras la estela las arenas de Legaspi.
Aunque me temo que ni tus brazos de hércules puedan con ella. Tristán se dirigió al peñasco sonriéndose. Era de enorme peso y hundido en parte en la tierra; pero el coloso lo arrancó de su húmedo lecho á la primera sacudida, y no contentándose con hacerlo rodar lo levantó del suelo y lo lanzó al agua.
Al abandonar la provincia, y al entrar en la de la Laguna, no pudimos menos de volver la vista al brumoso horizonte que dejábamos, y al divisar los confusos contornos del Banajao alumbrados por la cansada luz de la caída de la tarde, sentimos una verdadera y tierna emoción al abandonar, quizás para siempre, aquel coloso á cuya sombra ha nacido este pobre hijo mío.
Don Raimundo Portas rondaba el tesoro, arrojando miradas de codicia, embriagado, subyugado con aquel espectáculo, relamiéndose golosamente. ¡Oro 343! gritó una voz. Alguien tocó en el hombro a Rocchio. Era Jacintito, descompuesto, con el sombrero ladeado, amarillo, muy grave. El coloso se levantó. Amigo Esteven, me alegro de verle. Amigo Rocchio, una palabrita...
Un compañero de Universidad le hizo saber que el gobierno enviaría un mensaje al Senado, al principio de la sesión, pidiendo permiso para matar al coloso inmediatamente. Otro profesor que era verdaderamente amigo suyo le detuvo para comunicarle algo referente á la vida íntima universitaria. Popito había desaparecido, sin que el Padre de los Maestros encontrase el más leve rastro de su paradero.
Calló un instante, como si las tristezas de su vida anterior le impusieran silencio. Pero vió tal curiosidad en las pupilas del coloso, que al fin siguió hablando. Yo vivía oculto: mi existencia era azarosa; de un momento á otro iba á caer en manos de los enemigos implacables de mi familia, y en tal situación llegó usted á este país.
Nada mas curioso y romántico que un concierto nocturno de ese coloso de plomo. Todos los viajeros y curiosos que quieren oirlo compran sus billetes para cierta hora, de modo que la catedral se convierte en una sala de concierto.
Palabra del Dia
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