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Actualizado: 18 de julio de 2025
Casi siempre se reciben en invierno las visitas en torno del hogar, donde arde un monte de encina o de olivo y pasta de orujo, bajo la amplia campana de la chimenea.
Estás helado, pobre hijo mío me dijo, caliéntate, caliéntate. Esta pieza es fría; yo la prefiero sin embargo, porque al menos aquí se respira. ¿Y la salud de usted, padre mío? Así, así, ya lo ves. Y dejándome cerca de la chimenea, continuó á través de este inmenso salón, que estaba apenas iluminado por dos ó tres bujías, el paseo que al parecer había yo interrumpido.
Y don Pablo, que no tenía calzones para hacerse respetar, contestaba que eso era muy natural: la juventud necesita expansión, soltura; si se le cierra la puerta, se escapa por la ventana, o por el tejado, el cañón de la chimenea o el ojo de la llave; la cuerda que se ha mantenido tirante al joven, el viejo se encarga de aflojarla más tarde, y es peor, muchísimo peor.
Alrededor se extendía una pradera, que pertenecía a la clínica y se hallaba siempre desierta. A cosa de una versta se alzaba, entre los árboles, la estrecha chimenea de una fábrica, de la que no se veía nunca salir humo. La fábrica, perdida en medio del bosque, parecía abandonada. Muy pocos de los que transitaban por el camino sabían que tras el alto muro y las puertas cerradas había locos.
Si no confesábades, ¿era por vuestro ánimo o por las bebidas que yo os daba? ¡Gracias a mis botes! Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado.
De ambos oí hablar a nuestro mutuo amigo, Burton Blair, hoy, por desgracia, fallecido exclamó; y lentamente se sentó en la gran silla de brazos de mi abuelo, mientras yo quedeme de pie sobre el tapiz de la chimenea, dando la espalda al fuego para poder verlo mejor.
Y el cuervo de Yégof, apoyado en el borde de la campana de la chimenea, con la cabezota oculta entre las despeluzadas plumas, parecía dormir; pero, de vez en cuando, alargaba el cuello, se limpiaba una pluma con el pico, nos miraba después escuchando un segundo y volvía a meter en seguida la cabeza bajo las alas.
Sobre la chimenea, nunca encendida, había un reloj de bronce con figuras, que no andaba, y no lejos de allí un almanaque americano, en la fecha del día anterior. Al medio minuto de espera entró D. Carlos, arrastrando los pies, con gorro de terciopelo calado hasta las orejas, y la capa de andar por casa, bastante más vieja que la que usaba para salir.
A pesar de lo frío del tiempo, tenía un brazo y casi medio cuerpo fuera de las sábanas. Verdad que en el gabinete ardía con vivo e intenso fuego la chimenea. El brazo estaba enteramente desnudo y era de lo más hermoso y mejor torneado que pudiera verse en el género. Pero la mano que estaba al cabo de este brazo no correspondía a su belleza.
Al ponerse de pie dejó caer su pañuelo. Me apresuré a recogerlo, y noté que estaba mojado. La joven se dio cuenta de ello, y me dijo, mostrándome un libro que había sobre la chimenea: Soy en extremo ridícula, ¿no es cierto? Esa novela me ha hecho llorar. Miré el libro, y vi que era una novela de su madre. No necesitaba esta prueba para convencerme de que me engañaba.
Palabra del Dia
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