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Actualizado: 19 de julio de 2025
Los pedazos de bayoneta, las chapas metálicas, las cápsulas de fusil, centelleaban como pedazos de espejo. La noche húmeda, la lluvia, el tiempo oxidador, no habían modificado aún con su acción corrosiva estos residuos del combate, borrando su brillo. La carne empezaba á descomponerse. Un hedor de cementerio acompañaba al caminante, siendo cada vez más intenso así como avanzaba hacia París.
Llegó el día de la Virgen. La fiesta era igual a la de todos los años. La imagen famosa había salido de su capilla, ocupando sobre su peana un sitio en el altar mayor. Llevaba el manto guardado en el Tesoro y todas sus joyas, que centelleaban acariciadas por el bosque de luces, como si rieran con una escala temblona de fulgores.
Lo cierto era que ante aquel rostro visto por primera vez, sentía en su memoria la misma impresión que al encontrar una cara amiga tras larga ausencia. El ermitaño, excitado por la esperanza de la propina, llevábalas hacia la ermita, a cuya puerta se asomaban curiosas su mujer y su hija, deslumbradas por los enormes brillantes que centelleaban en las orejas de la desconocida.
Brillantes, grandes hasta como garbanzos centelleaban arrojando chispas de movilidad fascinadora como si fuesen á liquidarse ó á arder consumidos en las reverberaciones del espectro; esmeraldas del Perú, de diferentes formas y tallado, rubíes de la India, rojos como gotas de sangre, zafiros de Ceylan, azules y blancos, turquesas de Persia, perlas de nacarado oriente, de las cuales algunas, rosadas, plomizas y negras.
Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...
A vueltas con esta preocupación cruzó distraído la Rúa Nueva, entró en la plaza de la Marina, siguió caminando por el muelle y se alargó hasta la punta del Peón. La noche estaba serena y despejada. Las estrellas centelleaban en el firmamento cabrilleando en las aguas tranquilas de la bahía. La jarcia de los buques surtos en ella se destacaba con bastante claridad del fondo azul obscuro.
Pero ahora, ¿esta noche? Tanto mejor. Agarrados de las manos salieron al camino, al estrecho camino por el que una vez la habían conducido sus cansados pies a la puerta del maestro, y que parecía no deber pisar sola ya más. Miriadas de estrellas centelleaban sobre sus cabezas.
Yo iba silencioso y angustiado; Mauricio me seguía diligente y respetuoso. La lluvia no invadió el valle, se detuvo en las montañas, descargó allí, y pronto fué despejándose el cielo. Allá, rumbo a Villaverde, centelleaban las estrellas del Carro. La tempestad seguía batallando, pero ya floja y desmayada, en lo más remoto de la Sierra.
Cuando el tren se detuvo en la estación de Escorial, salió del coche sin darse cuenta de ello y emprendió como un autómata el camino del Sotillo. Estaba anocheciendo. En el cielo brillante e inmóvil centelleaban algunas estrellas. A su espalda la mole de la sierra se ocultaba entre cendales de un violeta profundo.
Brillaban los peñascos de basalto, semejantes a bloques de metal; centelleaban, cual si fuesen proyectores eléctricos, los tejados y los vidrios de las casas de la playa; los bosques despedían luz: cada hoja era un espejo. Los remates de las torres y los mástiles de los buques anclados en la bahía serpenteaban como espadas ígneas por encima de la niebla.
Palabra del Dia
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