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Cuando ya bajaba el camino, se veía la playa de las Animas, entre la punta del Faro y otro promontorio lejano. Sobre el arenal de la playa se levantaban dunas tapizadas de verde, y las casitas esparcidas de la barriada de Izarte, echando humo. Ya cerca de la punta del Faro abandonábamos el camino para meternos entre las rocas. Había por allí agujeros como chimeneas, que acababan en el mar.

Aquel poblado tan bello, tan poético, con sus casitas blancas, todas iguales, cubiertas de techos de zinc, limpias y resplandeciente, que tan agradable impresión me causara pocos días antes, al pasar por allí con la columna del General Mendieta, había desaparecido, y solo algunos montones de ruinas negras y humeantes, señalaban el sitio en que se alzó La Maya.

El árido campo se convirtió en ameno lugar de recreo, y en él surgieron los copudos árboles, las calles enarenadas, las caprichosas sendas, los cuadros de flores, el estanque de limpias aguas, las rústicas casitas, los cenadores cubiertos de ramaje, las fuentes marmóreas, las estatuas, los jarrones, y todo aquel hermoso jardín á quien el pueblo dió el nombre de Delicias.

Recorriendo á pié las praderitas de Lungern, por en medio de graciosas casitas y cortijos, nos sentímos atraidos por un pequeño paisaje encantador, digno de fijar el pincel del mejor artista.

Vi la inundación. Aquello es un arrabal de gentes muy pobres, que viven en ranchos o en casitas hechas casi todas con planchas de cinc y pintadas de verde y de rojo. Estas desaparecían bajo la llanura de agua; sólo asomaban algunos techos, que se iban poco a poco achicando.

En la otra población situada a corta distancia, apretada, silenciosa, comprimida en sus casitas blancas entre sombríos cipreses, los habitantes invisibles eran cuatrocientos mil, seiscientos mil, tal vez un millón. Luego, en Madrid, había pensado lo mismo una tarde que paseaba con dos mujeres por los alrededores de la villa.

La gran puerta del fondo, cerrada por una verja mohosa, dejaba ver al través de sus vidrios el cerro de enfrente y un grupo de álamos entre dos casitas rojas en lo más hondo de una cañada. Sobre esta puerta abríase un medio punto de vidrios de colores, por el que se filtraba el sol de la tarde, dando a las paredes, a las tumbas, al suelo, las palpitaciones policromas del iris.

Iban subiendo una cuesta y pronto llegaron á un punto elevado desde el cual pudieron ver á la izquierda y detrás de ellos el espeso bosque y hacia la derecha, aunque á gran distancia, la alta torre blanca de Salisbury, cuyas alegres casitas rodeaban la iglesia y se extendían por la ladera.

Dondequiera veia las gentes trabajando: los hombres como carreteros y en otras duras faenas; las mujeres conduciendo el arado, desyerbando ó aporcando las sementeras de hortalizas; los chicos cuidando de algunos pequeños rebaños; las buenas viejas hilando bajo el umbral de sus casitas ó en el fondo de un jardín.

En efecto, desde la salida del arrabal de Aarmuhle comienza una hermosa alameda que va á terminar en el puerto de los vapores del lago de Brienz, compuesta de dos filas de magníficos olmos y nogales, detras de las cuales se extienden lustrosas praderas y se destacan formando calle veinticinco ó treinta hoteles de construccion elegante, rodeados de jardines, terrazas y pabellones de verdura; hoteles que alternan en su larga fila con numerosas casitas de artístico aspecto, donde el viajero encuentra tiendas de perfumería y objetos de viaje, armas y una gran profusion de pequeños museos compuestos de vistas de tipos y paisajes, curiosidades alpestres, cristales tallados, juguetes y muebles nacionales trabajados con madera, hueso, marfil, cuerno, etc., y curiosas muestras de los bordados y tocados del país.