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Se lo regaló a Carmela, cuando vivía papá, un pintor de Madrid que pasó aquí unos días dijo Nuncita. ¿Eras joven? preguntó gravemente Paco dirigiéndose a Carmelita. , muy jovencita. ¿El pintor tenía fama? Mucha. Entonces ya quién era, Murillo. No; me parece que no se llamaba así. Entonces sería Velázquez. Ese nombre ya me suena más.

CARMELA. ¿Qué diabluras han de ser sino las que V. hace conmigo y que al fin han de costarme caras? He tenido una pesadilla feroz; me he caído redonda en el suelo, y estoy segura de que tengo el cuerpo lleno de cardenales. SEELENF

El tiempo todo lo vense afirmó con profético acento la comadre, cogiendo una hilera de puntos que se le había soltado al reír. Siguió Amparo calle adelante, y llamó al tablero de Carmela la encajera; pero con gran sorpresa suya, en vez de abrirse este, se entreabrió la puerta interior que comunicaba con el portal, y se asomó Carmela animada, encendida la tez y con un júbilo nunca visto en ella.

Paco, cada vez que sorprendía una de aquellas miradas furibundas, sonreía y hacía guiños a Manuel Antonio. Oye, Carmela dijo parándose frente a un cuadrito pintado al óleo, ¿dónde habéis comprado este San Juan? ¡Jesús! señor exclamó Carmelita, no es un San Juan, que es un Salvador, ¡míralo cómo se ríe el pobrecito! ¡Ah! es un Salvador. ¿En qué se distinguen?

Mire usted pronunció al cabo . Pues acertaban Rosarito y Carmela al asegurar que el señor de Miranda venía a esta casa por . ¡Pero, quién lo dijera! Vamos, hija; ¿qué le contesto a ese señor? preguntó afanoso el Leonés. ¿Papá... qué yo? Nunca pensé que quisiera casarse conmigo. Pero a ti.... ¿te gusta el señor de Miranda? que me gusta.

Y si anda, haces muy mal en hacer caso de un oficial, mujer.... A las chicas pobres no las buscan ellos para cosa buena, no y no.... Ya las que son pobres y formales no se arriman porque ven que no sacan raja.... ¡Eh!, a modo... no la armemos, Carmela.

AUTOR. Amigo mío, estoy encantado de oírle. Linda invención la de V. Eso que me gusta, y no aquella pesadez de los golpecitos en las mesas y de la escritura después. Vea yo cuanto antes a Carmela.

Privada Lucía de gustar de la negra infusión, y no ignorante de los tragos que de ella se echaba su padre al cuerpo todos los días, dio en concebir que el tal brebaje era el mismo néctar, la propia ambrosía de los dioses, y sucedíale a veces decir a Rosarito o a Carmela: Deja, que en casándome, yo tomaré café. ¡Pues no!

Carmela se sentó otra vez con su almohadilla en el regazo, mientras los hombros de Amparo se alzaban entre compasivos e indiferentes, como si murmurasen «Lo de costumbre» . Apartose de allí, y sus pies descendieron con suma agilidad la escalinata de la plaza de Abastos, llena a la sazón de cocineras y vendedoras, y enhebrándose por entre cestas de gallinas, de huevos, de quesos, salió a la calle de San Efrén, y luego al atrio de la iglesia, donde se detuvo deslumbrada.

¿Quién te dice a ti... que al sorteo voy y miro la lista, y me veo un mil ciento veintidós como un sol? Me quedé aturdida; y mucho más, porque el premio era de los grandes: cerca de mil pesos. Sólo que, como la metá es del Niño, a me queda el dote limpio y pelado.... ¿Y tu tía? preguntó Amparo, como si censurase el regocijo de Carmela.