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Actualizado: 14 de junio de 2025


«¡Diablo de señor melifluo y almibarado! pensó don Marcelo . Hay que reconocer que es alguienHabían entrado en el puesto de mando, vasta pieza que recibía la luz por una ventana horizontal de cuatro metros de ancho con sólo una altura de palmo y medio. Parecía el espacio abierto entre dos hojas de persiana. Debajo de ella se extendía una mesa de pino cargada de papeles, con varios taburetes.

Esta noche me siento más cargada de las piernas, y con la vista muy perdida. ¡Santo Dios, si me quedaré ciega! Yo no qué es esto. Como bien, gracias a Dios, y la vista se me va de día en día, sin que me duelan los ojos. Ya no paso las noches en vela, gracias a ti, que todo lo discurres por , y al despertar, veo las cosas borradas y las piernas se me hacen de algodón.

Cuando Dunstan Cass le volvía la espalda a la choza, Silas Marner no estaba ni a cien pasos de allí. Volvía penosamente de la aldea. Una bolsa cargada al hombro le servía de sobretodo, y llevaba una linterna de cuerno en la mano. Sus piernas estaban cansadas, pero su espíritu, que no presentía ningún cambio, se sentía ágil.

Por la mañana, con un pañolito rojo de seda al cuello, los negros cabellos anudados al desgaire y un traje de percal color lila, barriendo y arreglando el cuarto, estaba verdaderamente deliciosa. Un poco más tarde, haciendo el café, cortando el pan y distribuyendo el azúcar y la manteca, le parecía la bella diosa Pomona cargada de frutos ultramarinos.

La voz se arrastraba lenta, gangosa por aquella formidable boca antes de salir, de tal modo que al llegar a los oídos de sus interlocutores parecía venir cargada de saliva. Y así era en efecto. Buenas noches, Timoteo, buenas noches. Todos respondieron amicalmente al saludo, menos Presentación.

Llevaba su correspondiente bomba bien cargada, y estaba decidido a lanzarla en medio del concurso, con el mismo derecho que el más obligado de los concurrentes: que fuera la última de todas, corriente, y ya eso se lo había aconsejado su modestia; pero dejar de lanzarla, ¿qué se diría de él?

Ana aquella tarde aborrecía más que otros días a los vetustenses; aquellas costumbres tradicionales, respetadas sin conciencia de lo que se hacía, sin fe ni entusiasmo, repetidas con mecánica igualdad como el rítmico volver de las frases o los gestos de un loco; aquella tristeza ambiente que no tenía grandeza, que no se refería a la suerte incierta de los muertos, sino al aburrimiento seguro de los vivos, se le ponían a la Regenta sobre el corazón, y hasta creía sentir la atmósfera cargada de hastío, de un hastío sin remedio, eterno.

Lo envuelvo en un periódico, y ¡hala, que es tarde! Y toda esta fruta, ¿para qué la quiere? Pues apenas ha traído manzanas y naranjas... Deme acá... las pongo en mi pañuelo... Vas a ir cargada como un burro. No importa... ¡A lo que estamos, tuerta!

Delante la gran Peña-Mea que parecía echárseles encima; detrás verdes praderas en declive, torrentes espumosos, gargantas estrechas, sombra, frescura, gratos olores, un silencio augusto y solemne que sólo interrumpían de vez en cuando las esquilas del ganado ó el lejano chirrido de alguna carreta. La brisa, cargada de aromas, templaba el rigor de los rayos solares.

Y así se mantuvo inmóvil, sin atreverse a retraer aquella diestra pecadora y cargada de botín al seguro rincón del seno, donde almacenaba siempre sus latrocinios.

Palabra del Dia

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