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Actualizado: 28 de junio de 2025


Una mirada de mi amigo me hizo comprender repentinamente que no debía verme ni hablar otra vez con Flavia y caí de rodillas tras unos arbustos.

Acababa, sin saberlo, de oprimir con fuerza el brazo en que su herida estaba abierta todavía, y fuera de , caí a sus pies para pedirle perdón por el daño que sin querer le había causado; quiso levantarme, y su cabeza tocó la mía, sus labios rozaron ligeramente los míos, y, en aquel momento, apareció Teobaldo.

Cuando Lorenzo decía estas palabras llegaron a su lado Melchor y Ricardo, que reían desconsideradamente. ¿Cómo te caíste? le preguntó éste. ¡Qué pregunta!... si no me caí; vi que empezaba a corcovear y resolví bajarme... ¡qué pavada!...

En mi vida había leído una novela, y caí en un éxtasis, en un arrobamiento de que no podría dar idea. Aunque viviese novecientos sesenta y nueve años como el buen Matusalém, no olvidaría jamás la impresión que me hizo la lectura de La linda joven de Perth.

De repente se levantó y dirigiéndose al que había sido su acompañante, le dijo con tono compungido: Da lástima, ¿eh?... Ya vuelvo; voy a buscar un crucifijo..., ¡es necesario que ese pobre muera como buen cristiano que es! Y salió. El enfermero se acercó al enfermo y éste le dijo con cara alegre: ¡Pisó el palito!.. ¡cái como un ángel!

Ya me amenazó con ello el otro día, cuando me caí en el estanque del parque. Y eso porque sabe que no puedo sufrir la tapicería y que mi gusto es correr por los campos y el bosque á pie ó á caballo. Roger la contemplaba embelesado, admirando sus negros cabellos, el perfecto óvalo de su rostro, los alegres y hermosos ojos y la franca sonrisa que le dirigía y que demostraba su confianza en él.

Cuando entré en la habitación en ese momento, y vi sobre el brazo del sofá su rostro, pálido como la cera, con los ojos cerrados, quedé como si me hubiera herido un rayo. Creí ver en realidad su cadáver ante mis ojos. Caí de rodillas delante del canapé y le cubrí de besos la boca y la frente.

Luego, cuando pude desprenderme de sus manos, ahí en la esquina del ministerio de la Guerra, caí en las manos del conde de Sotolargo, y ése ya sabe usted que es pesado con un cincuenta por ciento de recargo. ¿Por qué? se apresuró a preguntar Lola Madariaga. Porque es tartamudo, señora. Los convidados rieron, algunos a carcajadas; otros más discretamente.

No se enteraba de la persecución, y yo pasando la pena negra. ¡Ay hija, qué peligro tan grande! Siempre que salía, ¡pin!, me le encontraba. Yo no ... parecía que me olía como los perros huelen la caza. Una tarde que llovía, me cogió y casi a la fuerza me metió en su coche. Estuve a dos dedos del abismo, casi a dedo y medio; pero no, no caí. ¡Dios mío, qué hombre!, es absurdo».

Me escribió proponiéndome cambiar la vida del claustro por la del teatro... y... mi celda daba á un huerto que tenía las tapias muy bajas, los balcones eran muy bajos... me escapé... caí loca en los brazos de aquel hombre... perdí la virginidad de mi cuerpo, pero conservé la virginidad de mi alma.

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