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Actualizado: 19 de octubre de 2025
El acomodador acude al director. ¡No me da la gana! repite y se arrellana en la butaca. El director sale, mientras los artilleros de las galerías empiezan á cantar en coro: ¡A que no! ¡A que sí! ¡A que no! ¡A que sí!
Pepita mostraba impaciencia; aguardaba a alguien. Al fin llegó y entró sin anunciarse la persona que aguardaba, que era el padre vicario. Después de los saludos de costumbre, y arrellanado el padre vicario en una butaca al lado de Pepita, se entabló la conversación.
Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo. «Parecía que el gato sabía ya algo de aquella traición». El sofá donde solía sentarse Ana llamó al Magistral con la voz de los recuerdos. En un extremo del asiento había un muelle algo flojo, la tela estaba arrugada; allí se sentaba ella. De Pas se sentó en la butaca al lado de aquella tela floja.
¡Mira, mira qué cortinas! Siéntate en esa butaca, y yo a tus pies, en ese almohadón como un perrito; luego nos iremos a tu casa. Salimos acaloraos y nos da un aire... Otra cosa mejor; ven a esa silla que parece un ocho, y te doy ocho mil besos. No, chico: los besos son como las aceitunas: que abren el apetito, y tenemos que largarnos pronto.
Ana se sentó a su lado, al verle dejarse caer en una butaca. ¡Estoy tan solo! ¿Cómo solo...? No entiendo. Mi madre me adora, ya lo sé... pero no es como yo; ella procura mi bien por un camino... que yo no quiero seguir ya... usted sabe todo esto, Ana. Pero... ¿por qué está usted solo? y... ¿los demás? Los demás... no son mi madre.
Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho: Y la que esto decía miraba de reojo a un caballero que, sentado en una butaca de hierro, seguía con la vista al grupo de las damas. Dos pollitas apartadas de sus mamás sostenían, haciendo dengues y mohínes, un diálogo muy vivo. ¿No entráis? No: el padre Enrique dice la misa muy despacio. Además, quiero dar tiempo a que llegue ese.
Tú, Amaury, siéntate en esa silla, a mi derecha, y tú, Antoñita, ocupa esa butaca a este otro lado. ¡Ajajá! Ahora, vengan las manos. ¿No es verdad que estamos muy bien así, con un tiempo tan hermoso, bajo un cielo tan puro, y a dos pasos de la tumba de nuestra inolvidable Magdalena?
Sirvieron el café; Jacobo habíase dejado caer negligentemente en una butaca, con la pierna derecha echada por encima del brazo de esta, y puéstose a fumar el exquisito cigarro puro que le ofreció el tío Frasquito.
El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con calma los guantes, dejó el sombrero sobre una butaca, y sólo entonces rompió el glacial silencio que tuvo un rato en tortura a nuestros dos jóvenes, para decir con acritud: ¡Ya estás aquí otra vez, Amaury! ¡A fe mía que vas a hacer un gran diplomático si sigues estudiando la política en los tocadores y las necesidades y los intereses de tu país viendo bordar a las niñas!
Sin recoger la broma, puse en las manos de Genoveva mi recuerdo de año nuevo, que era un velillo de butaca, pintado a mano. Genoveva pareció contenta de mi trabajo, y fui dichosa al ver su placer. ¿Y las cartas? dijo la de Ribert. Pensemos en las cosas serias... Iba a abrir una cuando se presentó Francisca.
Palabra del Dia
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