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Actualizado: 15 de junio de 2025
Aresti, al cerrar la noche, buscó refugio en un fondín que servía de alojamiento á muchos que iban al santuario de Loyola.
Quisiera visitar el establecimiento penitenciario... Hay que pedir permiso al gobernador. ¡Ah! ¿Y dónde está el gobernador? Con la habitual complacencia francesa, el sargento buscó con la vista al rededor y viendo un vigilante canaco que estaba holgazaneando sentado en el parapeto de la estacada, le gritó: ¡Derinho!
Entro, y no la hallo; la busco por toda la casa, y no parece; llamo a la doncella, y tampoco está en casa; vuelvo a su gabinete, y veo la cama sin deshacer, su ropero en desorden y vacío el cofrecillo de sus alhajas. Pero ¿de quién me estás hablando? gritó el infeliz Peñascales, dominado de pronto por una horrible sospecha.
Entonces, por consideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía, muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los pocos reales que les quedaba a deber. Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa.
Tenía la devoción de la Virgen profundamente arraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido a su madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna y amorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto en honor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besar devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.
Buscó en voluminosos diccionarios las palabras más raras y altisonantes, sudó tinta por todos sus poros, y al cabo de diez días de rudo trabajo puso punto final a su obra, titulándola «La princesa Belisa.» Con el precioso manuscrito en el bolsillo, salió a consultar a su amigo Juan del Laurel.
Hija mía, ¿qué es lo que ha pasado por ti? ¿Qué te ha obscurecido así la razón? ¡Mi pobre, pobre y querida niña! Luego se levantó de un salto y buscó con sus manos temblorosas su sombrero y su abrigo. ¡Socorrer! ¡socorrer! ¡arrancar su víctima a la muerte! He ahí el pensamiento que, por el momento, le llenaba el espíritu.
Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón a la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja. Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino.
Quevedo buscó inútilmente en la parte baja del alcázar al tío Manolillo, y subió á su aposento, á cuya puerta llamó inútilmente repetidas veces. Al fin Quevedo gritó: Si estáis ahí, tío Manolillo, abrid, hermano, abrid á Quevedo. Oyéronse violentos pasos y se abrió la puerta. Apareció el bufón pálido y desencajado.
La réplica era viva y el P. Fernandez se sintió cogido. Miró á Isagani y le pareció gigantesco, invencible, imponente, y por primera vez en su vida creyó ser vencido por un estudiante filipino. Se arrepintió de haber provocado la polémica, pero era tarde. En su aprieto y encontrándose delante de tan temible adversario, buscó un buen escudo y echó mano del gobierno.
Palabra del Dia
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