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Actualizado: 24 de junio de 2025
Atravesaba Madrid con el rubor del pedigüeño, con la vileza del mendigo de levita, inventando embustes para comer, mientras los hambrientos de blusa encontraban siempre un medio para satisfacer su hambre.
El jardincito del abate Constantín, sólo estaba separado del camino por una verja muy baja, en medio de la cual había una pequeña puerta. Los tres miraron y vieron venir un carruaje de alquiler de forma primitiva, tirado por dos grandes caballos blancos, manejados por un cochero de blusa. Junto al cochero iba un criado con librea de la más severa y perfecta corrección.
Lo mismo decían los que estaban en la antesala, gente menuda, con blusa unos y chaqués raídos otros, todos hombres de fe, que llevaban sus ahorros al santuario de la honradez, y mientras aguardaban el turno cuchicheaban, haciéndose lenguas de sus virtudes.
De repente se abrió la puerta de la oficina, empujada por una fuerte mano. Y apareció en el umbral, haciendo el saludo militar, el cartero del pueblo, un veterano de bigote gris y cuya blusa azul estaba estrellada por la cruz de honor. El tío Marcial, un soldadote nada cómodo murmuró la antigua empleada. Pero Liette no la oyó.
Cogió con mano febril la blusa azul del cochero que volvió la cabeza. ¿Qué hay señorito? A la Plaza Nueva... a la Rinconada.... Sí, ya sé... pero ¿ahora? Sí, ahora mismo, y a escape. El coche siguió al paso. «Si está don Víctor, que no lo quiera Dios, basta con que Ana me mire, con que me vea allí... Si no está... mejor. Entonces hablaré, hablaré...».
El joven tenía en un hombro de su blusa una mancha negra, que iba agrandándose; pero se incorporó, contestando con pálida sonrisa: Poca cosa: un rasguño nada más. Don Carlos ya no pudo ocuparse de él. Necesitaba ver lo que había al otro lado del rancho, é hizo avanzar su caballo, dando vuelta á la esquina. No encontró á nadie.
En los primeros días de su estancia en la torre, como las necesidades de la instalación le obligaban a ir a la ciudad, conservó su traje; pero poco a poco prescindió de la corbata, del cuello de camisa, de las botas. La caza le hizo preferir la blusa y el pantalón de pana de los payeses. La pesca le aficionó a marchar con los pies desnudos dentro de unas alpargatas por playas y peñascos.
La muchacha deslumbraba, efectivamente, con su traje de raso, falda verde y blusa amarilla; luciendo en el cuello sucio un triple collar de perlas; zapatos Luis XV, las mejillas brutalmente pintadas, y un desdeñoso cigarro de hoja bajo los párpados entornados. Cayé consideró a la muchacha y su revólver 44: era realmente lo único que valía de cuanto llevaba con él.
Era hombre en apariencia joven todavía, aunque había ya cumplido los cuarenta años; bastante alto; la tez morena, la fisonomía agradable, palabra grave y andar lento, con cierta dejadez, y en todo su aspecto cierta severidad elegante. Vestía blusa y llevaba polainas al estilo de los campesinos cazadores. Su rica escopeta, tan sólo, revelaba al hombre acomodado.
Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en su niñez. Vengo á lo del otro día dijo con alguna torpeza, pero mirando al médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus pretensiones.
Palabra del Dia
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