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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Habíase aclarado el tiempo, lucía el sol; al día siguiente iba a darse la segunda corrida. Gallardo, por la tarde, se fue solo a la plaza. El circo de ladrillo rojo, con sus ventanales arábigos, destacábase aislado sobre un fondo de lomas verdeantes. En último término de este paisaje amplio y monótono blanqueaba sobre el declive de una loma algo semejante a un rebaño lejano. Era un cementerio.
¡Cómo me entristecieron las fúnebres preces! ¡Pasó por mi alma no sé qué, algo como una sombra de fugitivo dolor! El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche venía, y el caserío se perdía en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del riachuelo, detrás de una hilera de sauces babilónicos, blanqueaba el templo, cuyas campanas convocaban a la oración.
Vestía el madrugador un desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la chimenea.
Al través de las toscas rejas veíase la vasta pradera, en declive, que habían recorrido, iluminada por la luz nocturna. Abajo estaba limitada por algunos árboles, cuyas copas oscuras contrastaban con el césped bañado de resplandor. Allá, a lo lejos, blanqueaba la cima de una montaña en el vapor luminoso.
Estuvo como alimentador de horno en una fábrica de vidrio, sufriendo las bocanadas de las llamas; fue minero, permaneciendo semanas enteras sin ver la luz del sol: trabajó en los telares, respirando el polvillo que blanqueaba los tejidos y le cegaba los pulmones; no hubo industria que no intentara ni oficio en que pudiese medrar.
Adentro, la atmósfera apestaba a cigarro; el polvo blanqueaba los muebles con espesa capa, sobre la cual el dedo de algún desocupado se había entretenido en hacer dibujos estrafalarios, pues allí parecía no haber más plumero que los faldones de los visitantes y la manga de los escribientes; el suelo, de madera, estaba esmaltado de puchos, salivazos, fósforos servidos y papeles rotos.
Una copiosa nevada blanqueaba matorrales, plantas, paredes y palos de telégrafo; ponía estrecho cerco a la dulce capital italiana, arremolinábase alrededor de las enormes columnas dóricas de madera en la casa de correos y en el hotel, suspendíase de las persianas verdes de las mejores casas y empolvaba las siluetas angulosas, rígidas y oscuras de sus vías.
Su campaña de la Alpujarra y su conocido encono contra los falsos conversos señaló, desde el primer momento, a don Íñigo como un jefe de asamblea. Ramiro pensaba ahora si de todo aquello no surgiría la ocasión de iniciar su renombre. Pasaron dos menestrales. El mancebo comprendió que eran oficiales de cantería por el polvo de piedra que blanqueaba sus manos.
Una aldea que blanqueaba entre los campos al pie de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría, alzábase la montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda España después de la guerra civil.
Hacia mediodía, cuando un hermoso sol de invierno blanqueaba la nieve y fundía la escarcha de los cristales, y cuando el arrogante gallo rojo, sacando la cabeza del gallinero y moviendo las alas, lanzaba su grito triunfal, que repetían los ecos del Valtin, de repente el perro de la puerta, el viejo Johan, que estaba completamente mellado y casi ciego, prorrumpió en aullidos tan alegres y al mismo tiempo tan lastimeros, que todo el mundo prestó atención.
Palabra del Dia
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