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Los santos eran arrojados de sus capillas y arrastrados después hasta la ribera, entre las patadas y salivazos de la turba, que quería vengar en aquellos cuerpos de palo, pintados y dorados, la sangre derramada por otros de músculos y hueso. ¡Al agua los santos!

Lenta y sentenciosamente hablaba a Salvatierra, mirando al mismo tiempo a la gente con un mohín de superioridad, acompañado de frecuentes salivazos en el suelo. Esto ha cambiado mucho, Fernando. Vamos paatrás y los ricos son más amos que nunca. Tuteaba a Salvatierra a uso de compañero y hablaba con desprecio de la gente trabajadora.

Adentro, la atmósfera apestaba a cigarro; el polvo blanqueaba los muebles con espesa capa, sobre la cual el dedo de algún desocupado se había entretenido en hacer dibujos estrafalarios, pues allí parecía no haber más plumero que los faldones de los visitantes y la manga de los escribientes; el suelo, de madera, estaba esmaltado de puchos, salivazos, fósforos servidos y papeles rotos.

Un astillazo le había herido en la cabeza, y la sangre, tiñéndole la cara, le daba horrible aspecto. Yo le vi agitar sus labios, bebiendo aquel líquido, y luego lo escupía con furia fuera del portalón, como si también quisiera herir a salivazos a nuestros enemigos.

El local era una taberna retocada, con ridículas elegancias entre pueblo y señorío; dorados chillones; las paredes pintorreadas de marinas y paisajes; ambiente fétido, y parroquia mixta de pobretería y vendedores del Rastro, locuaces, indolentes, algunos agarrados a los periódicos, y otros oyendo la lectura, todos muy a gusto en aquel vagar bullicioso, entre salivazos, humo de mal tabaco y olores de aguardiente.

El joven Telémaco no vacilaba en sus venganzas. De pequeño interrumpía sus diversiones para «trabajar» en el recibidor, junto al perchero vecino á la puerta. Y el pobre catedrático encontraba abollado su sombrero de copa, con los pelos en desorden, ó salía llevando en las haldas del gabán varios salivazos.

Al Papa le deshizo, y la tiara quedó pateada bajo la mesa, con los pedazos de periódico, los salivazos y el palillo deshilachado de D. Basilio, quien al fin, en el barullo de la derrota, arrojó lejos de aquel marcador de sus argumentos. También andaba por el suelo la corona real, triturada por las suelas de las botas, y el cetro de toda autoridad corría la misma suerte.