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La tempestad sacudía los postigos, la nieve, empujada por las ráfagas del viento, barría los vidrios con un roce ligero y la lámpara de pantalla verde suspendida del cielo raso, esparcía sobre su fulgor apacible.

Eran largos colgantes de intenso azul en los que flotaban enjambres de estrellas. Al poco rato, una brisa fresca barría los últimos jirones, que se amontonaron más allá de la popa, río abajo, formando una barrera blanca. Quedaron completamente al descubierto, con la limpieza de un cuadro recién lavado, la superficie del estuario y la costa negra con sus resplandores de faros y de pueblos.

¿Pereció en la demanda, señor barón? dijo Froilán. Nunca lo he sabido. Sus servidores se lo llevaron en brazos, aturdido, desmayado ó muerto. Por entonces no cuidé de indagar su suerte porque yo mismo salí de la lucha contuso y malparado. Pero allí viene un jinete al galope, como si lo persiguiera una legión de enemigos. El viento barría el camino, que en aquel punto formaba suave pendiente.

Hubo interrupciones y entonces la conversación tomó un vuelo más alto; Guimarán se dignó prestar atención. Se hablaba ya de la otra vida, y de la moral, que era relativa según la opinión de la mayoría. Foja, pálido, desencajado, con voz temblorosa, sostenía que no había moral de ninguna clase y también se puso de pie ; que el hombre era un animal de costumbres; que cada cual barría para adentro.

Así se lo prometía Currita a todas horas, y así se lo había prometido la noche antes el marqués de Butrón, el astuto viejo que barría para dentro en los tiempos de desgracia, mientras no llegaba la hora de barrer para fuera, que sería seguramente la hora del triunfo.

Una vejezuela, con su gorra muy blanca y limpia, remangado el traje, barría con esmero las hojas secas esparcidas por la acera de asfalto; seguíala un faldero que olfateaba como desorientado cada montón de hojas reunido por la escoba diligente. Carros se velan muchísimos y de todas formas y dimensiones, y entreteníase Lucía en observarlos y compararlos.

Pero su soledad le horrorizaba... tenía miedo del aire libre, quería un refugio, todo era enemigo. «Su madre, su madre del alma». Salió del templo, corrió, entró en su casa. Doña Paula barría el comedor; un pañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre la plata del pelo espeso y duro, como un turbante. ¿Vienes del coro? , señora. Doña Paula siguió barriendo.

Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. Don Fermín le habló con caricias en la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuántos sofiones inútiles había sufrido el pobre perrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, su amor a la catedral; el Palomo, pasmado y agradecido, se deshacía en cumplidos y buenas palabras.

Los abonados al paraíso del Teatro Real saben muy bien que cuando Gayarre en el primer acto brama con voz atiplada la giovinezza, es con el objeto exclusivo de ir a decir ternezas a Margarita en el tercero. ¿Y quién era Margarita? Una muchacha que hilaba, barría, lavaba la ropa de sus hermanos y paseaba los domingos por Recoletos.

Los detalles se precisaban con una claridad implacable. ¡Todo había acabado! Aquella indigna traición barría, como una irresistible tormenta, todas sus queridas reliquias del pasado y convertía la llama en cenizas... ¡Todo había acabado!