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Actualizado: 28 de mayo de 2025
Llegó a la catedral. Entró en el coro. El Palomo barría. Don Fermín le habló con caricias en la voz. Le debía muchos desagravios. ¡Cuántos sofiones inútiles había sufrido el pobre perrero! Ahora le halagaba, alababa su celo, su amor a la catedral; el Palomo, pasmado y agradecido, se deshacía en cumplidos y buenas palabras.
No podía yo tampoco, en Lisboa menos que en parte alguna, porque en Lisboa era muy conocida, intentar, sin peligro de desdenes y de sofiones, penetrar en lo que se llama la buena sociedad y hacer bien el papel de la señora viuda de Figueredo. La melancolía se apoderó de mi espíritu.
Juanita volvió sola a su casa, afligidísima, descorazonada y humillada al ver cuan poco respeto infundía. Era mayor su humillación al considerar que en aquellos dos días últimos hasta el idiota de don Alvaro, a pesar de los sofiones de que había sido objeto, había vuelto a las andadas, mostrándose con ella insolente y atrevido.
No podía ni quería retroceder y charlar de nuevo y reanudar amistades con las mozuelas que antes había tratado, las cuales, ofendidas ya, le darían acaso mil sofiones; ni menos podía intimar, aunque lo desease, con las hidalgas y con las hijas de los labradores ricos, que se preciaban de señoritas y que huirían de ella, así por la humilde posición de su madre como por su ilegítimo nacimiento y por la mala fama que le habían dado en el lugar, y que entre todos sus habitantes cundía.
A la primera apenas iba gente; a la segunda asistían familias de los barrios cercanos cansadas de jugar a la perejila, jovenzuelos sin permiso para retirarse tarde, matrimonios de larga fecha que iban a pasar el rato para no verse solos, y forasteros deseosos de olvidar los sofiones recibidos en los ministerios con la agradable perspectiva del coro de señoras.
Palabra del Dia
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