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Actualizado: 27 de julio de 2025


Fortalecido por el contacto de estos dos testimonios de viril ciudadanía, que no le abandonarían mientras viviese, se juntaba con los otros atlots igualmente pertrechados, y empezaba para él la vida juvenil y amorosa: las serenatas con acompañamiento di relinchos, los bailes, las excursiones a las parroquias que celebraban la fiesta de su santo patrón, donde se divertía tirando al galle con certeras pedradas, y sobre todo los festeigs, los tradicionales cortejos, la busca de novia, costumbre la más respetable de todas, que daba origen a riñas y muertes.

Así no podrían decir aquellos atlots sin más horizonte que el de la isla, que era un desesperado ansioso de unirse con la familia de Pep para recuperar las tierras de Can Mallorquí. ¿Por qué se asombraba tanto el payés de que él pretendiese a Margalida?

Además y aquí enrojecía vivamente , la proporcionaba cierta satisfacción humillar a sus amigas, que rabiaban viendo el gran número de sus pretendientes. Ella estaba agradecida a los atlots que venían a verla de grandes distancias a Can Mallorquí. ¿Pero quererlos? ¿casarse con ellos?... Había acortado su paso al hablar.

Sublevóse su carácter rudo, como si acabara de recibir una grave ofensa con los temores del payés. ¡Miedos a él!... Sentíase capaz de pelear con todos los atlots de la isla. No había en Ibiza quien le hiciese retroceder. A su apasionamiento belicoso de amante uníase una soberbia de raza, el odio ancestral que separaba a los habitantes de las dos islas.

Su llegada había asombrado a Pep Arabi, todavía ocupado en relatar a parientes y amigos su estupenda aventura, su inaudito atrevimiento, el reciente viaje a Mallorca con los atlots, la estancia en Palma de unas horas, y su visita al palacio de los Febrer, lugar encantado que guardaba cuanto en el mundo puede existir de señorial y lujoso. Las rudas declaraciones de Jaime asombraron menos al payés.

Un grupo de atlots separándose del corro que rodeaba al poeta, pareció deliberar y se aproximó luego adonde estaban los hombres graves. Venían en busca del siñó Pep el de Can Mallorquí, para hablar con él de asuntos importantes. Volvían la espalda con desprecio a su amigo el Cantó, un infeliz que no servía para otra cosa que para dedicar trovos a las atlotas.

El más atrevido del grupo se encaró con Pep. Querían hablar del festeig con Margalida; recordaban al padre su promesa de autorizar el cortejo de la muchacha. El payés miró el grupo detenidamente, como si contase su número. ¿Cuántos sois?... Sonrió el que llevaba la voz. Eran muchos más. Representaban a otros atlots que se habían quedado en el corro escuchando la canción.

Con sólo un tirón arrancó el tamborcillo de las rodillas del cantor, arrojándolo inmediatamente contra su cabeza, y tal fue el ímpetu, que se rompieron los parches; quedando la caja como un gorro torcido sobre la frente ensangrentada del muchacho. Saltaron los atlots de sus asientos, sin saber ciertamente lo que hacían, pero llevándose todos las manos a la faja.

Seguía repicando el tamboril, sonaba la flauta, tableteaban las enormes castañuelas, pero ninguna pareja se lanzaba al centro de la plaza. Los atlots parecían consultarse con indecisión, como si todos temiesen ser los primeros. Además, la inesperada presencia del señor mallorquín intimidaba a las vergonzosas muchachas. Jaime sintió que le tocaban en un codo.

Desde hacía algún tiempo que andaba como loco, sin discurrir otra cosa que disparates. ¿Y todo por qué?... Por amar absurdamente a una muchacha que podía ser su hija; por un capricho casi senil, pues él, a pesar de su relativa juventud, veíase viejo, triste y miserable ante Margalida y los rústicos atlots que se agitaban en torno a su belleza. ¡Ay, el ambiente! ¡El maldito ambiente!

Palabra del Dia

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