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Actualizado: 11 de julio de 2025


Y cual si el sueño que á Ataide embarga fuese un conjuro que la evocára, en los fulgores raudos de plata que á la corriente la luna arranca, Leila aparece trasfigurada, los negros ojos ardiendo en llamas, voraz sonrisa mostrando avara, suelta la luenga crencha dorada, que en su aureola radiante baña las maravillas de su garganta, sus curvos hombros, su seno que alza aliento inmenso que gime y canta y en poderoso volcan estalla.

Ayela, de horror transida, que en la voz jóven, sonora, á Ataide escuchado habia, sus fuerzas cobrando todas, por un milagro de amor, cual revive luminosa y brilla por un momento una luz que á su fin toca, ansiosa, rápida, ardiente, corrió, llegó, y animosa entre las fieras cuchillas se arrojó, sublime, heroica, para defender la vida del que era su sangre propia.

Era la sangre traidora que á Ataide bañado habia del leon, que aparecia, señalando, vengadora, aquel abrazo de amor, aquel delirio infinito; y cual testimonio escrito, indudable, acusador, y cual señal de una afrenta, en la blanca vestidura, marcada su huella impura, dejó una mano sangrienta. ¿Por qué, si no estás herida, si al leon no te acercaste gritó Jucef te manchaste? ¡No lo !

Tal vez Ataide, que sufre y ama, ve en la corriente, pasando rápida, su vida entera, su vida ingrata, en fugitivas sombras fantásticas, y en voz de llanto doliente exclama: «¡Ay vida triste! ¡Corriente amargaSus negros ojos lucientes lanzan fulgores lúgubres, siniestras ráfagas, cual si en su seno, con furia insana, se revolviese tormenta brava.

El leon avanza á saltos: uno más para que hambriento se cebe en su triste presa, que inmóvil, resplandeciendo más que por sus ricas joyas de su beldad por lo inmenso, parte el alma atribulada entre el asombro y el miedo: que la hace sentir Ataide un inefable consuelo, y el leon puede quitarle lo que ya, sin comprenderlo, siente en su sér conturbado por un dulcísimo anhelo.

Soportando su agonía, Ayela, terrible, fuerte, con la incontrastable muerte pugnaba en lucha bravía; su palabra se perdia oscura, ronca é incierta, y muy pronto helada, yerta, dejando á Ataide perdido en un misterio, un gemido de dolor la dejó muerta. Representar la amargura es de Ataide empeño vano; no tiene el lenguaje humano voz para tal desventura.

Poco despues, sin reposo de su abrumador cansancio, el Rey y Ataide partian, sirviéndoles de resguardo cien alentados zenetes en poderosos caballos, y por la puerta de Lachar lanzándose sobre el campo, atravesando el Genil, hácia la costa bajando, por la falda de la sierra tomaron al trote largo.

Es Ataide que en vano al asesino de su madre ha buscado en la pelea; Ataide, á quien dolor de las entrañas y el recuerdo tristísimo de Leila y de su suerte el torcedor cuidado en horrendo afanar le desesperan; es que la muerte, como bien supremo, por todas partes busca y no la encuentra.

Se irguió Ataide magnífico, esplendente, de amor y de bravura trasportado, y tendiendo su brazo al Occidente, así exclamó en acento prepotente por Leila y por la gloria arrebatado: ¡Infantes de Castilla jactanciosos, rey Adfun el rumy, que el fuerte muro acechais de Granada cautelosos, al logro de mis sueños venturosos iré por vuestra sangre, yo os lo juro!

Leila le absorbe, Leila le abarca en el encanto de su mirada, Leila le expresa cuantas fragancias, cuantas ternuras enamoradas, las almas sienten que se embriagan en el misterio que amor se llama. Dura un momento la vision mágica, la onda en que flota léjos la arrastra, y Ataide dice con voz que espanta: ¡Hay vida triste! ¡Corriente amarga!

Palabra del Dia

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