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Actualizado: 12 de junio de 2025


Este llegó junto al rey, y se arrodilló. Sacra, católica, majestad dijo con voz hueca y vibrante. Volvió el rey la cabeza, miró con suma majestad á Quevedo, y le presentó la mano. Quevedo la besó respetuosamente. Alzad, don Francisco dijo el rey. Quevedo se puso de pie.

Y una noche, de repente, Aquiles oyó ruido en su tienda, y vio que era Príamo, el padre de Héctor, que había venido sin que lo vieran, con el dios Mercurio, Príamo, el de la cabeza blanca y la barba blanca, Príamo, que se le arrodilló a los pies, y le besó las manos muchas veces, y le pedía llorando el cadáver de Héctor.

Adiós, señor don Elías dijo Salomé, hecha un veneno porque el realista no se arrodilló á sus plantas como esperaba. Adiós, señor don Elías repitió Paz, viendo que su lagrimita no ablandaba el duro corazón del antiguo mayordomo. Pero vengan ustedes acá, señoras.... Las dos volvieron rápidamente. Yo estoy confuso; no por qué toman ustedes ese tono.

Se arrodilló, inclinó la cabeza como si orase unos instantes, y luego, sus ojos claros, de un azul verdoso con reflejos de oro, paseáronse por el templo tranquilamente, como si estuviese en un teatro y examinase la concurrencia buscando caras conocidas.

El doctor Reynaud y el abate Constantín, que marchaban con las tropas, se detuvieron junto al herido, que arrojaba gran cantidad de sangre por la boca. No hay nada que hacer dijo el doctor; se muere, es vuestro. El sacerdote se arrodilló junto al moribundo, el doctor, levantándose, se dirigió hacia la aldea. No habría andado diez pasos, cuando se detuvo, abrió los brazos y cayó de golpe al suelo.

Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su capitán había caído al mar, como todos sabemos. Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo: Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.

Cuando no quedó ningún otro sitio que visitar, se arrodilló de nuevo y registró otra vez el agujero. No le quedaba ya ningún refugio inexplorado que lo protegiera un momento más contra la terrible verdad.

Lucía penetró en la nave y se arrodilló piadosamente entre los que lloraban a una muerta para ella desconocida. Oyó con delectación melancólica las preces mortuorias, los rezos entonados en plena y pastosa voz por los sacerdotes.

La brigadiera, terriblemente asustada, pálida como una muerta, se arrodilló cerca de su hija, la incorporó, y empezó a besarla frenéticamente, mientras Miguel iba corriendo a su cuarto en busca del frasco del árnica. Pusiéronla inmediatamente una compresa, sujetándola con una venda, y gracias a esto la herida quedó pronto cerrada. Julia no tardó en serenarse: su madre también se calmó poco a poco.

La señora gruesa lloraba afligida. Pero, ¿nos van a fusilar? preguntó gimiendo. ¡Vamos! ¡Vamos! dijo uno de los hombres armados, brutalmente. La señora se arrodilló en el suelo, pidiendo que la dejaran libre. La señorita, pálida, con los dientes apretados, lanzaba fuego por los ojos. Sin duda, sabía los procedimientos usados por el cura con las mujeres.

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