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Actualizado: 1 de junio de 2025


Comenzaron á llegar hasta el comedor las escalas y arpegios del piano. Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión, mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín.

Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba cara. Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano entre grandes manojos de cebollas y ajos.

Hasta los señores de Madrid que gobernaban el país le buscaban y mimaban para que prestase ayuda al Estado en sus apuros y empréstitos. ¡Y el doctor Aresti, amado por Sánchez Morueta con un afecto doble de padre y de hermano, se empeñaba en vivir fuera de su protección, más allá de la lluvia de oro que parecía caer de su mirada y que hacía que los hombres se agolpasen en torno de él, con la furia brutal de la codicia, obligándolo á aislarse, á permanecer invisible, para no perecer bajo el formidable empujón de los adoradores!... La única merced que el médico había solicitado de su poderoso pariente, era el establecimiento en la cuenca minera de un hospital para los trabajadores que antes perecían faltos de auxilio en los accidentes de las canteras.

Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra; educada primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta en los hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida, y considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa propia.

Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el mismo eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero al vagar entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar enemigo cegase la ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en tarde remontase su corriente algún barco mercante. Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora.

Había conquistado la riqueza, pero era semejante á uno de aquellos forasteros infelices que, al volver á su país, satisfecho de sus ahorros en las minas, se encontrase con la casa destruida y la familia ausente. Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes.

Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles que constituyen los grandes acontecimientos para los enamorados, ante las inquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de una sonrisa, cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existencia vulgar. Es esta tu primera novia, ¿verdad? dijo Aresti. Ya se conoce: todos hemos pasado por eso.

No; yo no me burlo de la fe dijo Aresti. El hombre es naturalmente cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta que se considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso.

Le llevaban con ellos á las pruebas de bueyes y las apuestas de barrenadores, fiestas brutales que organizaban en todos los pueblos de la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de duros. La noche anterior, Aresti se había acostado tarde.

Aresti creyó encontrar en este edificio algo de la dualidad de carácter del caballero Íñigo de Loyola en los tiempos de su juventud.

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