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Actualizado: 1 de junio de 2025
Llegaban nuevas gentes por todos los caminos, atraídas por la fama de la gran apuesta de la tarde. Aresti había salido a la calle huyendo de la atmósfera posada del casino, cargada de gritos y nubes de tabaco.
Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles. ¿Está el Capi?... preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban tras un atajadizo de cristales. ¡Pasa, Planeta, pasa! gritó alguien tras una puerta del fondo del corredor.
Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulando excusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á sus espaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentesco fraternal y perdía lo último que le restaba de su familia. A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre los obreros de las minas.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con mesas y sillerías embaladas.
Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto, cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío. Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo.
Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y Fermín Urquiola. Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía.
La Intrusa continuó el médico, es la Muerte, que entra en las casas sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso. Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de la mesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde.
El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el traje del amo».
El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte, dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una hermana de su mujer.
Lo más interesante de la fiesta, las luchas de los aizkoralaris ó partidores de leña y la apuesta de los barrenadores, quedaba para la tarde. Aresti y sus amigos comieron en el casino del pueblo, alarmando á los del país con los taponazos del champagne y la exhibición de las carteras repletas de billetes que arrojaban sobro las mesas con afectado desprecio.
Palabra del Dia
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