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Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios, los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención.

El médico, una vez satisfecha su curiosidad, miraba á los obreros negros y recocidos por aquella temperatura de infierno, atolondrados por el ruido ensordecedor, sudando copiosamente, teniendo que remover pesadísimas masas en una atmósfera que apenas permitía la respiración. Aresti comprendía ahora la injusticia con que había censurado muchas veces el alcoholismo de aquellas pobres gentes.

Era la casa de peones, el miserable albergue de las montañas mineras, donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado». En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada en dos estantes.

Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono suplicante, que no olvidase su asunto. Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta, colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología de una gran parte de las gentes de las minas.

Pero Aresti conocía de larga fecha estos recibimientos; el furor que acometía á todos por estar enfermos apenas le veían, sin ocurrírseles bajar al hospital más que en casos de extrema gravedad. Y seguía adelante sonriendo á unas, contestando á otras alegremente, precedido por el pinche zamorano que volvía la cara como si temiese verle secuestrado por el grupo de comadres.

Aresti protestó.

Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su esposa no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que ella no podía amar á nadie.

Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la muerte del señor Juan.

Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando. Latía en sus palabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida, hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituir una familia.

Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado, Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad de sus ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutora de una revancha histórica.