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Quatí, cacique de los Guaranís, toma por su cuenta la venganza del P. Arce y sus compañeros II 117 Quedan los compañeros del P. Arce esclavos de los indios Payaguás II 120 Quedan absortos los infieles al contemplar la imagen de la Santísima Virgen II 19 Quejas que dan los indios á los Padres Misioneros, porque se les obliga á cambiar de Reducción II 267

10 El hechizo de Sevilla, de D. Ambrosio de Arce. 11 Enmendar yerros de amor, de D. Francisco Jiménez de Cisneros. 12 El cerco de Tagarete, burlesca, con su entremés, de Bernardo de Quirós. 1 El mejor par de los doce, de D. Juan de Matos Fragoso y D. Agustín Moreto. 2 La mesonera del cielo, del Dr. Mira de Mescua. 3 La milagrosa elección de Pío V, de D. Agustín Moreto.

En escoger entre todos los sujetos que habían de dar principio á aquella Misión, tuvo el buen Provincial no poco que hacer para aquietar los deseos, súplicas y lágrimas de tantos como se le ofrecieron á esta ardua empresa; pero no había quien con más ardor lo desease, ni á quien con más razón se debiese hacer esta gracia, como el V. P. Joseph de Arce, natural de las islas Canarias, hombre de gran corazón y de igual celo, premiado de Nuestro Señor con una muerte gloriosa, de que daremos noticia adelante.

Esto supuesto, volvamos ya á nuestra narración. Habiendo el P. Arce probado y experimentado por muchos días el fervor de este cacique y sus vasallos, le pareció fundar aquí Reducción con esperanza de feliz suceso.

Hasta aquí la relación de los indios. Apenas llegó el P. Arce á San Rafael, cuando sin tomar algún descanso para recobrarse, por consejo del P. Superior, se puso en camino hacia la laguna Mamoré, cuyo camino, aunque más corto, era semejante al pasado.

5 Julián y Basilisa, de D. Antonio Huerta, D. Pedro Rosete y D. Jerónimo Cáncer. 6 Los tres afectos de amor, piedad, desmayo y valor, de D. Pedro Calderón. 7 El Josef de las mujeres, de D. Pedro Calderón. 8 Cegar para ver mejor, de D. Ambrosio de Arce. 9 Los bandos de Vizcaya, de D. Pedro Rosete. 10 El amante más cruel y la amistad ya difunta, de D. Gonzalo de Ulloa y Sandoval.

Rosell, el docto Rosell, cuya prosa sólo puede rivalizar con sus versos; Escosura, siempre elocuente en sus escritos, siempre chistoso en su conversacion, siempre benévolo con la juventud de que eternamente formará parte; Arteche, el severo, inimitable historiador de la Guerra de la Independencia, el narrador ameno de la vida de Un soldado español de veinte siglos; Valera, el naturalmente correcto autor de Pepita Gimenez; Campoamor, el que hasta nombre ha tenido que inventar para su poesía, tan singular y extraña como avasalladora del ánimo y de la atencion; Oliván, el hablista rival de Cervantes y de Moratin, el que posee en su pluma una varita mágica que hace brotar poéticas flores sobre los problemas económicos y sobre las leyes agrícolas; Balart, el ingenioso crítico que vuelve sobre su olvidada pluma para terror de los poetas chirles, para regocijo de los que arrancan un elogio á su censura severa y sana; Canalejas, el ameno preceptista; Selgas, el incansable rebuscador de retruécanos y paradojas, el terrible censor de las modernas costumbres; Nuñez de Arce, el viril cantor de las angustias de la patria; Silvela, el fino y cáustico Velisla; Frontaura, el ingeniosísimo retratista del pueblo; Luis Guerra, el biógrafo, el vengador del autor insigne de La verdad sospechosa; Castro y Serrano, el que fué á Suez sin moverse de Madrid, el que escribió las Cartas trascendentales, y La Capitana Coock y Las Estanqueras; Alarcon, el Testigo de la guerra de África, el viajero De Madrid á Nápoles... Mil más que convierten el grupo de los escritores que tienen ya basada en sólido cimiento su reputacion, en un inmenso océano de cabezas.

Salió éste á cumplimentarle, acompañado de cuarenta de los suyos, y hospedóle en la casa más acomodada del pueblo, y empezando desde luego á tratar del negocio de la paz, supo darse tan buena maña el P. Arce, que redujo á los dos caciques á que se prometiesen mútuamente la paz y renovasen entre su antigua amistad; y fuera de eso concluyó, se hiciesen también las amistades entre los parientes de los muertos y los matadores, que fué lo más difícil de alcanzar.

Viendo, pues, y considerando el P. Arce la buena disposición de la gente, y que si se ausentaba de ellos los dejaba en un total desamparo, se resolvió á quedarse; y estando ya próximo el tiempo de las lluvias que inundan las campañas y cierran los caminos para ir á encontrar en las riberas del río Paraguay á sus conmisioneros, que venían de las Reducciones de los Guaraníes, le pareció más conforme á las órdenes que llevaba de su Provincial hacer aquí alto y dar principio á aquella nueva cristiandad que daba tan buenas esperanzas de que correspondería en adelante con la multitud y fervor de los fieles al cultivo y celo de los obreros evangélicos.

Ya es tiempo de dar alguna noticia de estos dos celosísimos Misioneros para ilustrar esta historia con la relación de su vida y virtudes, bien que será con toda concisión. Nació el P. Joseph de Arce á nueve de Noviembre del año de 1651, en la isla de la Palma, una de las Canarias.