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A cuantos encontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndose en el portal más próximo les mostraba, lleno de emoción, el contrabando que traía oculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacer con él. Sonreían, le apretaban la mano significativamente y solían preguntarle al oído: ¿Para cuándo? Esto para la noche, pero a las doce sale la carroza. ¿Se escaparán? ¡Ca! Están bien tomadas las medidas.

Sin embargo, el conde no se impacientaba, quizá temiendo que el más pequeño signo de impaciencia, en aquella ocasión, hiciese dudar de su serenidad. Alentados con esta paciencia, los jóvenes salvajes cada vez le apretaban más con su vaya, repitiendo con variantes la misma idea del entierro. La verdad es que se iban haciendo pesados; pero no lograron ahuyentar su fría y vaga sonrisa.

Y como, aunque era noble y altivo, no era santo, y de tal manera le apretaban el amor y el deseo por doña Guiomar, y hasta tal punto doña Guiomar iba acreciendo para él en lo preciosa e incomparable, ganándole la fiebre, apoderándose de su pensamiento la locura, atormentado ya de tal manera por las ansias que le acongojaban que resistirlas no pudo, como si una potencia invencible de él hubiese tirado y atraídole a doña Guiomar, con las vascas casi mortales de su pasión, determinose; y diciéndose que su vida era doña Guiomar y que Dios hiciese lo que fuese servido de Margarita, levantose del sillón en que había permanecido inmóvil desde que en aquel aposento le había dejado Florela; y acercándose quedo a la puerta, abriola silenciosamente, y en un corredor oscuro se encontró, y sin saber adónde había de dirigirse para dar con el aposento de Florela, en que doña Guiomar estaba; que aunque Florela le había dicho que entre el suyo y el de su señora estaba el aposento a que le había llevado, no sabía a cuál lado estuviese el de doña Guiomar o el de Florela, si a la derecha o a la izquierda.

¡Dios mío, qué cara has puesto!... Espera; para que sufras más voy a mostrarte tu sustituto. Y, quitando el medallón del cuello, se lo presentó. Tenía la efigie de Jesús coronado de espinas. Ricardo sonrió entre satisfecho y molesto. Ahora, bésalo. El joven obedeció al punto posando los labios sobre la imagen del Señor y un poco también sobre los dedos rosados que la apretaban.

Los ojos de Juan Claudio chispeaban; el doctor preguntaba siempre dónde se hallaba situada la ambulancia; Materne y sus hijos alargaban el cuello y apretaban las mandíbulas, y el vinillo añejo, acudiendo en ayuda de la imaginación, aumentaba el entusiasmo cada momento más: «¡Ah, los granujas! ¡ah, bandidos! ¡Cuidado, cuidado, no ha terminado todo!...»

Pero cuando estos pensamientos, horribles siempre, le apretaban como las cuerdas de un potro, se le hacían irresistibles, era cuando le acometían al tiempo de ejercer alguna función de su sagrado ministerio.

Bracamonte, reconociendo al pronto la voz, replicó sin vacilar: Ya sabe vuesa Reverencia que, según los antiguos, la pendiente de la tiranía todo está en empezalla; y si a tal se atreven con Aragón, que tan celosamente ha guardado hasta aquí sus libertades, ¡qué no osarán luego con nosotros, que estamos ya harto desplumados y listos para la olla! Ramiro sintió que le apretaban el brazo.

Mis respuestas bruscas, mi mal humor, y la terquedad con que le rebatía, lejos de enemistarle conmigo, apretaban más los lazos de aquella simpatía que desde el primer día me manifestó; y al fin no puedo negar que me sentía inclinado hacia hombre tan raro, verificándose el fenómeno de considerar en él como dos personas distintas y un solo lord Gray verdadero, dos personas, , una aborrecida y otra amada; pero de tal manera confundidas, que me era imposible deslindar dónde empezaba el amigo y dónde acababa el rival.

Navegábamos como un delfín, con el casco inclinado y las olas lamiendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas, y cada vez veíamos más grande el barco, aunque no por esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! ¡Si hubiéramos estado a media tarde! Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara, y cualquiera nos encuentra en la oscuridad.

Y no era lo malo que doña Frasquita hiciese medias, sino que luego se las ponía. ¡Qué diferencia entre aquellas groseras fundas de algodón, con que cubría sus escuálidas piernas, y las mallas que apretaban y contenían los bien formados encantos de Mariquita! ¡Oh amor, cómo pusiste al pobre don Quintín! ¡Desde la guerra de Troya no había hecho la pasión tan cruel estrago en un hogar como lo hizo en aquel estanco!