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Actualizado: 12 de junio de 2025
El novio, cada vez más sofocado, gritaba con acento colérico: ¡Dejarlo!... ¡dejarlo! Se le ha destapao el tarro, y hasta que eche toda la bilis no callará. Velázquez se había aproximado para gozar de la guasa, dejando sola á María-Manuela á la ventana. Antoñico, se levantó de la silla donde estaba cerca de Soledad y, dando una vuelta con disimulo al aposento, se acercó á su antigua querida.
Tenía absoluta confianza en su elocuencia y sabía que más tarde ó más temprano llegaría á convencerla. Lo peor era que Antoñico rondaba la costa. En cuanto salían de casa ya lo tenían encima. En el Perejil, en la plaza de Mina, en todas partes se pegaba á Soledad como una lapa. La joven, en vez de huirlo, parecía buscarlo, le mostraba un semblante risueño y satisfecho.
Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándose el rostro. ¡Mi hijo!... ¡Mi Antoñico!... Las vecinas del barrio de los pescadores acudieron a ella. Bien sabían lo que era aquello: casi todas habían pasado por trances iguales.
Antoñico era una chispa, al decir de cuantos andaban entre bastidores; no se había conocido traspunte como él desde hacía muchos años: era necesario remontarse a los tiempos de Máiquez y Rita Luna, como hacía frecuentemente un caballero gordo que iba todas las noches de tertulia al saloncillo, para hallar precedente de tal inteligencia y actividad.
La novia entre el padrino y la madrina, el novio al lado de su suegro, á quien empezaba á bailar el agua mucho más que á su esposa; Soledad junto á Antoñico, Velázquez junto á María-Manuela, Gregorio, hermano de la novia, pegadito á su prima Isabel la Cardenala, Paca entre el Cardenal y la Cardenala viejos, embelesándolos con su afluencia maravillosa.
Puesta en tortura la imaginación, Antoñico ideaba las citas más estupendas y extravagantes; unas veces en el sótano, otras en el cuarto de un actor que estaba en escena; pero todas breves y agitadas, porque el tramoyista era pegajoso como recién casado, y Antoñico no tomaba el aspecto de tigre sino con las damas.
Sobre el mar sólo estaban él, la barca que se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que se contraía espantosamente sobre una gran mancha de sangre. El atún había muerto... ¡Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijo único, de su Antoñico, a cambio de la de aquella bestia! ¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?
Quiero más sentarme aquí que á la diestra de Dios Padre. Soledad se encogió de hombros con desdén y murmuró: ¡Tardaba ya mucho! Estaba inquieta desde que Antoñico se había acercado á María-Manuela. Sus ojos se clavaban coléricos en ellos y querían pulverizarlos. Las palabras temblorosas de Velázquez le parecían un ruido molesto, la ponían aún más nerviosa.
Á la escasa claridad de la luna, que comenzaba á salir, vió que los dos que departían en la ventana eran Soledad y Antoñico. Observó que la joven estaba agitada, convulsa, que acompañaba sus palabras de vivos movimientos de cabeza, mientras Antonio, con la suya inclinada hacia el suelo, hablaba poco y con humildad.
Sí, lo he medido: ¿tienes tú ahí el metro...? Pues ven a verlo y te convencerás. El tramoyista emprendió la marcha y Antoñico le siguió. Subieron por la estrecha y frágil escalerilla que conduce a las bambalinas.
Palabra del Dia
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