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El tramoyista exclama: ¡Diablo de escalera...! La subo setenta veces al día y no acabo de acostumbrarme... Me moriré del pecho, Antoñico, me moriré del pecho. El traspunte se siente fortalecido y sigue su camino. Aquella noche se representaba un drama histórico, acaecido en tiempo de los godos. El primer galán era un mancebo muy simpático, rebosando de entusiasmo y de décimas calderonianas.

Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a salir Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa se iba alejando.

Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y un hombre gordo y pequeño, de panza extraordinaria, vestido con suma corrección, muy blanco, muy distinguido en sus modales; era el signor Mochi, empresario y tenor primero... y último de la Compañía. Otros grupos taciturnos vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo de señoras estaba sentado en corro a la izquierda.

Pero vió en los ojos de la infeliz un pensamiento de desesperación tan terrible, que tuvo el presentimiento de una desgracia inmediata. La voz del traspunte se oyó en el pasillo: Á escena para el último acto... Y al pasar cerca de la puerta: Miss Hawkins, ¿se puede empezar? , respondió Lea tranquilamente, ya bajo.

Este grito de alarma lo el apuntador, el traspunte, el racionista, que, distraídamente, se detuvo á mirar por el agujerillo del telón de boca, cualquiera... Tratándose de esto, ningún «hombre de teatro» se equivoca. Si le preguntásemos al que lo dice el «por qué» de su afirmación, probable sería que no supiese contestarnos.

Un grupo de gente le rodea en seguida. El público aterrado se agita y se alborota: quiere saber lo que ha pasado. Al fin uno de los actores se destaca del grupo y dice en voz alta: «que el traspunte Antonio García, caminando por los telares del teatro, había tenido la desgracia de caerse. ¿Pero, está muerto?... ¿está muerto? preguntan varias voces. El actor hace con la cabeza señal afirmativa.

Los curiosos los dejaron solos a poco; Mochi no más entraba y salía, felicitándose de que no hubiera habido una desgracia; y por fin se marchó porque le llamaba el traspunte. La doncella de la Gorgheggi, que era partiquina, tuvo que presentarse también en escena; la tiple no cantaba hasta el final del acto.

Hay que convenir en que todo esto era muy feo y dañaba no poco a la respetabilidad del traspunte; que vuelvo a decir, era sin disputa el alma del teatro.

Ya iba don Juan a entablar conversación, temeroso de que el traspunte llamase a Cristeta, cuando ésta, por decir algo, dijo poniéndose en pie: ¿Qué tal? ¿Resulta gitano el traje? Muy característico, muy típico... Y calló, sin terminar la frase. Hable usted con franqueza. Que no hay analogía entre usted y ese atavío.

La vivaracha tramoyista quedó, como era de esperar, entre las uñas del traspunte. Y comenzó para ambos el período de los placeres amargos, la felicidad con sobresalto: aparentando no mirarse, no se quitaban ojo; fingiendo que apenas se conocían, estaban siempre juntos: ¡el marido era tan sombrío, tan suspicaz!