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Pero sin que pudiera retrasarse ni un día, ni una hora, porque su honor estaba comprometido en casa de Mompous, y en caso de que Rosalía no pudiera cumplir, se vería precisado a pedir el dinero a D. Francisco. «Por Dios... no diga usted tal disparate. ¡Jesús!... Usted se ha vuelto loco-tartamudeó la de Bringas con temblor y sobresalto». Volvió a echar sus cuentas por centésima vez.

La bella Elena le oía con gran interés; pero Robledo, sintiéndose inquieto por la expresión momentáneamente admirativa de sus ojos de pupilas verdes con reflejos de oro, se apresuró á añadir: ¡Esta fortuna puede retrasarse también tantos años!... Es posible que sólo llegue á cuando me vea próximo á la muerte, y sean los hijos de una hermana que tengo en España los que gocen el producto de lo mucho que he trabajado y rabiado allá.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera a Pepe no encontrando mejor inquilino. No hagan ustedes caso contestaba . Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urbanidad. Tiene mala lengua, eso ; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

Una mañana la pobre vieja, que solía retrasarse en el pago de la licencia municipal del puesto de legumbres, fue llevada a la prevención y, de resultas, tomó tal sofocón, que murió a las pocas horas, viniendo el chico a quedar en la calle, sin más amparo que Dios, con la travesura por instinto y la ignorancia por guía.

El contratista muerto... el ingeniero director fugitivo... Habrá que suspender los trabajos... Van á retrasarse las obras del dique, y llegarán las crecidas sin que las tengamos terminadas. ¡Qué situación! Hay que ir á Buenos Aires en busca de remedio. Y pasó gran parte de la noche sin poder dormir, desvelado por estas preocupaciones.

El gigante asintió con un movimiento de cabeza, mientras Popito continuaba su relato. La insurrección había tenido que retrasarse un día, hasta que, al fin, en la mañana anterior, Ra-Ra, con unos cuantos miles de esclavos y llevando como oficiales á muchos jóvenes de los clubs «varonistas», se lanzó al asalto de la Universidad para apoderarse de las armas depositadas en el Museo Histórico.

Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a salir Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa se iba alejando.