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Actualizado: 18 de junio de 2025


No te separes de nosotros, hijo mío; quédate al lado de tus amigos, de tus hermanas y de tu anciana madre, a quien tal vez no encontrarás a tu regreso. No vayas a consumir por un vano anhelo de gloria, o abreviar con sinsabores y sufrimientos de todo género los días de existencia que con tanta rapidez se deslizan. La vida, hijo mío, es una gran cosa, y el sol de Bretaña es muy hermoso.

Volvió su pensamiento a la Regenta, y aquel vago y picante anhelo con que saliera de la iglesia se convirtió en deseo fuerte y definido de ver a doña Ana, de agradecerle su carta y decírselo con la más eficaz elocuencia que pudiera.

No me da pena confesarlo; y óyelo bien, mira que te lo digo sinceramente, como lo siento, como si mi madre me oyera: si te enamoras de Gabriela; si en el amor de esa niña esta cifrada tu felicidad; si ella es para dicha y ventura, no vaciles, olvídame, olvida a la pobre Linilla, y ¡se feliz! Ya te lo dije, te lo he dicho muchas veces, todo el anhelo de mi corazón es verte dichoso.

Quise engañar mi anhelo de maternidad cuidando á un infeliz que tal vez muera pronto, y este hijo afectivo me habla de amor. ¿Es que las mujeres no podemos conocer la tranquilidad y la confianza en que viven los hombres?... El príncipe la interrumpió con voz rencorosa. No lo veas: rompe con él; ciérrale tu puerta para siempre.

Aquel era el sujeto del sacrificio, como diría don Cayetano. Ana Ozores depositó un casto beso en la frente del caballero. Y sintió vehementes deseos de verle, de besarle en realidad como al cuadro disolvente. Mala hora, sin duda, era aquella. Pero la casualidad vino a favorecer el anhelo de la casta esposa.

Muy pronto se cumplió su anhelo; pero antes, movido por sentimientos que llenaban su espíritu, que le atormentaban y que acabaron por desbordarse, hizo a Tiburcio, que sobre todo le interrogaba, confidencias que jamás a nadie había hecho y que en cifra declararemos aquí.

Sintió una emoción de legítimo contento de mismo ante la conciencia clara, evidente, de que en el fondo de todos sus errores, y dominándolos casi siempre, había estado latente, pero real, vigoroso, aquel anhelo del hijo, aquel amor sin mezcla de concupiscencia.

No le volveré a ver decía Juanita. ¡Pero si al menos viera al pobre Gerardo!... moriría contenta, y llevaría a mi amado Carlos la bendición de su anciano padre. Ten paciencia decíale Isabel; él volverá, estoy convencida de ello; sobre todo, si ignora la muerte de su hijo. ¿No debe verle todos los años? Por lograr este anhelo, vendrá donde estás... ¡seguro de encontrarle!...

Lo más particular era que la misma Fortunata, al correr el cerrojo con tanto cuidado, había sentido, allá en el más apartado escondrijo de su alma, un travieso anhelo de volverlo a descorrer.

Había llegado por fin el día de satisfacer su anhelo. Dentro de una hora estaría en aquel coro misterioso que tanto le había hecho soñar, y cruzaría con su flotante túnica al través de los rayos tibios de luz de las altas claraboyas. Sentía impaciencia por que el momento llegase. Estaba nerviosa, inquieta, pero risueña. Nunca se encontró más satisfecha de misma.

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