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A las 6 de la tarde echaron la ancla á dos leguas de una bahia, que desde afuera parece una corta ensenada, que está al este del cerro alto en 15 brazas, y el fondo era barro muy pegajoso y fuerte.

Los demás, los marineros, fuimos tratados con poca severidad, obligados únicamente a hacer las faenas penosas. Llegamos a Plymouth; estábamos ayudando a la maniobra del Argonauta, así se llamaba el navio inglés en que íbamos prisioneros, cuando pasó un barco francés a poca distancia. Al verlo me eché al agua sin que nadie lo notara y pude agarrarme al ancla.

Lo primero que admiró Ulises al entrar en la casa del médico fueron tres fragatas que adornaban el techo del comedor: tres embarcaciones maravillosas, en las que no faltaban vela, garrucha, cuerda ni ancla, y que podían hacerse al mar en cualquier momento con una tripulación de liliputienses. Eran obra de su abuelo el patrón Ferragut.

La frondosidad de los árboles extendía una doble masa de sombra á lo largo de la calle, dejando tres fajas de luz crepuscular: una en medio, y las otras dos junto á las casas. El carruaje, al quedar inmóvil, apagó sus faros, lo mismo que un buque que ancla y desea permanecer inadvertido.

Si descuida las obligaciones de su empleo, echa inevitablemente su ancla al azar, con la esperanza de que aquello que no ha hecho no tendrá la importancia supuesta. Si traiciona la confianza de un amigo, adora esa misma complejidad sutil que llama al azar, que le da esperanza de que ese amigo no lo sabrá jamás.

Me parece lógico suponer que antes de saber contar ya tenían cuerdas y se servían de ellas los pueblos cuyas lenguas nos ocupan, de donde se deduce prioridad á la significación de cosa. La palabra tolos, ancla, es otra que consideraremos: las anclas usadas por los malayos tienen varias garras, pero más comunmente tres, como la de los europeos dos.

Luego le decía al piloto las brazas con que contábamos. ¿Qué fondo tenemos? preguntaba él. Yo sacaba la sonda para que viese si era arena, fango, trozos de coral o de concha. Cuando el fondo disminuía, el contramaestre subía al castillo de proa, y quedaba de guardia con el martillo en la mano, esperando la orden para dejar caer el ancla. ¡Fondo! gritaba el piloto.

Esta canción solía decir la cantaba Gastibeltza, un piloto paisano nuestro, de un barco negrero en donde yo estuve de grumete. Gastibeltza solía cantarla cuando dábamos vuelta al cabrestante para levantar el ancla, o cuando se izaba algún fardo. ¿Cómo era la canción? le decíamos nosotros, aunque la sabíamos de memoria . ¡Cántela usted!

Desenganchamos el ancla, por si la cuerda nos podía servir, y descansamos. Estábamos sobre una cornisa de piedra carcomida, llena de agujeros y de lapas, que corría en pendiente suave hacia el interior de la cueva. Unos pasos más adentro, en su borde, habia un tronco de árbol, lo que me dió la impresión de que esta cornisa era un camino que llevaba a alguna parte.

En el castillo de proa algunos marineros empezaban los preparativos para levar el ancla. Oficiales y contramaestres recorrían la cubierta empujando a los vendedores haciéndoles cerrar a toda prisa sus fardos, cortando bruscamente la tenacidad de los últimos regateos. Deslizábanse los paquetes colgando de cuerdas desde las bordas a los botes que cabeceaban en torno de la escala.