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Actualizado: 22 de julio de 2025
Al decirle el joven que se había casado, aceptó con gozo la vida en común que le propuso Maltrana. Enumeró éste a Feli las ventajas de tal arreglo. Vivirían al otro extremo de Madrid: listos habían de ser los que les encontrasen. Sólo pagarían tres duros por la casa. Del resto del alquiler se encargaría «el santo», que ocupaba las dos mejores habitaciones con su balumba de libros viejos.
¡Con tal que pueda conservarlos! dijo Miguel escépticamente . Bien podría ser que me obligasen á venderlos. La duquesa, desde una ventana, contempló los jardines, escalonados hasta el mar. Muchas veces, yendo de paseo con su amiga Clorinda, había hecho detenerse en el camino al carruaje de alquiler para contemplar las arboledas de Villa-Sirena.
No hay que oponer nada á esto dijo el alcaide dando vueltas á la orden ; en pagando ese caballero ciertos derechos y el alquiler de los muebles... Bien, bien, pero llevadme á donde está dijo doña Clara. ¿Y quién le diré que le busca? Su esposa.
Otro día, había visto el más extraordinario de los espectáculos de la guerra. Todos los automóviles de alquiler, unos dos mil vehículos, cargando batallones de zuavos, á ocho hombres por carruaje, y saliendo á toda velocidad, erizados de fusiles y gorros rojos. Formaban en los bulevares un cortejo pintoresco: una especie de boda interminable.
¡Ay, Isidorita, Isidorita!, me parece que usted es una buena pieza, y el día menos pensado la voy a plantar a usted en la calle. ¡Laura! exclamó tímidamente D. José, ya acostado. Quita, quita. Fuera moscones. No nos faltara quien ayude a pagar el alquiler. No quiero líos en mi casa. ¿Líos...? ¡Quia!
Nada calló; ni el auxilio recibido de Inés, ni la complicidad de don Quintín, ni el alquiler de la berlina, ni el precio de aquel pobre cuartito, ni sus muchas y amargas lágrimas.
Ya le pedía uno el alquiler de la casa, otro el de la espada y otro el de las sábanas y camisas, de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como mula. Sucedió, pues, que vio desde lejos un hombre que le sacaba los ojos, según dijo, por una deuda, mas no podía el dinero.
Cuando se notó la falta, Pepita, con su habitual despreocupación, nos dirigió el siguiente discurso: Señores, el piano era de alquiler: nos costaba tres duros cada mes.
Anda, anda, y qué calladito se lo tenía. ¿Monta usted a la inglesa o a la española? Yo no sé... Sólo sé que monto bien. ¿Quiere usted verlo? Hombre, sí... Vaya, una apuestita: si no se rompe usted la cabeza, pago el alquiler del caballo. Y si usted no se desnuca en la máquina, la pago yo. Convenido. ¿Y tú, Polidura? ¿Yo?... en el coche de San Francisco. Pues allá los tres. Sus convido a caracoles.
Incapaz de toda noble emulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible, seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera de este mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda su filosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.
Palabra del Dia
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