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Actualizado: 22 de junio de 2025
Mi criado, que venía atrás, al pie de la mula que llevaba a una de las niñitas, se encargaría de mi exhausta montura. «Ahora, amigo, arreglemos el alquiler». Daba vueltas al sombrero de paja, sacaba y volvía a meter en la cintura el inevitable par de alpargatas nuevas, me hablaba largamente de las condiciones de su alazán, que tenía galope, cosa rara en los caballos de montaña, etc.
Todas habían de entenderse con la casera, o sea, la mujer que el dueño de la finca tenía para el cobro del alquiler, que se hacía por semanas, y para el cuidado y vigilancia. Los que allí habitaban eran braceros. De las mujeres, solo algunas como ella salían a ganar un jornal, dejando a sus hijos confiados a la miga, que así se llamaba a la maestra de niños de corta edad.
¿De dónde quieres que los saque?... gemía la infeliz Catalina. Ya no me quedan diez céntimos de lo último que cobré... Debo un mes de alquiler... Ayer pedí prestados quinientos francos a Blondeau el empresario, y ese gordo tacaño no me quiso prestar más que ciento cincuenta... ¡Alhajas no tengo, ni crédito, ni trabajo!... ¡Perdóname, Raguet, ten lástima de mí!... ¡Mientes! vociferó Raguet.
Al despertar el príncipe en la mañana siguiente, no encontró á su «chambelán». El automóvil de alquiler se lo había llevado á las siete, para que completase sus preparativos. Vagó Lubimoff por los jardines, deteniéndose ante los jaulones que albergaban diversos pájaros exóticos.
Fernando quedó inmóvil largo rato viendo cómo se alejaba con lento traqueteo el vehículo de alquiler hacia la Puerta de Alcalá.
Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones, donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descarada impropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había un soldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándose las sobras del rancho de las presas.
En las Cambroneras encontró un cuarto independiente, y decidió trasladarse a este barrio habitado por gitanos, que le parecieron más apreciables y tranquilos que las familias de las casas de vecindad. El alquiler se pagaba todas las noches: real y medio.
Se apoderaron de él rápidamente, dieron la dirección al cochero, le pagaron adelantado y doble para que picase, y salieron como escapadas, subiendo por la calle de Alcalá y entrando luego por la del Turco. El Conde quiso seguirlas, pero su coche había ido a parar al Veloz, y coches de alquiler no parecían.
Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Mañana, no: ahora. No tenían mas que llamar á un «auto» de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no había transcurrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entrevistas.
El primer coche de alquiler que hallamos, tiene escrito el número 8.976; el primer ómnibus, de los destinados al tránsito de la ciudad, lleva el número 2.637. Un rumor contínuo de carruajes y de personas nos va circuyendo por todas partes, como si en todas partes existiese el mismo Paris.
Palabra del Dia
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