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Actualizado: 20 de junio de 2025
Nuestro dolor al ver muerto al eminente ingeniero Alfredo Jee, y en tan grave situación á su hermano; nuestro asombro al encontrarnos vivos; nuestro reconocimiento á Dios que nos había librado; el terror del pueblo que nos cercaba; los penosos cinco cuartos de hora que se tardó en sacar á Morlando Jee de debajo de la máquina, son cosas que no acertaría á describir.....
Los hermanos Jee, que iban delante de todos, cayeron mal, ó no tuvieron tiempo de huir, y quedaron debajo de la locomotora, el uno, Alfredo, muerto en el acto, abrasado por toda la lumbre y por el agua hirviente de la máquina, y cogido por una rueda en medio del pecho; y el otro, Morlando, preso entre las piernas de su hermano y una peña, tendido boca abajo, con la cabeza y el pecho fuera de la máquina, pero recibiendo desde la cintura hasta los pies, y especialmente en la pierna derecha, el agua hirviendo de la caldera y el calor del hierro y de los carbones hechos ascuas.
Trepando lógicamente de inducción en inducción y fiel á las bases primeras de su ética, llega Alfredo Capus á proclamar un fatalismo nuevo, originalísimo, exquisitamente consolador. A saber: que todos los hombres, aun los más desgraciados, tienen en su historia un momento en que el dios
Y los dos paseaban perdidos en los bosques. ¡Ay! no, no perdidos, y era lástima. ¡Qué hermosura, un paseo sin fin por alguna selva virgen del Nuevo Mundo, cuyo recogimiento misterioso no fuese turbado por la irritante llamada de la trompa!... Aun conteniendo los caballos, como hubieran querido contener el instante fugitivo, tenían necesidad de dirigirse hacia la cacería... Los dos jóvenes no participaban del entusiasmo de Alfredo de Vigny: Me gusta el son de la trompa en el fondo de los bosques.
Y, en fin, ¿por qué extraño azar un hombre de posición y sólidos principios, como el señorito Alfredo L'Ambert, asistía tres veces por semana al templo de la danza?» ¡Bah, queridos amigos! precisamente porque era un hombre de posición y de sólidos principios.
El espíritu errabundo, lleno de lozanos verdores, de Alfredo de Musset, flotaba sobre Francia, y la estrella del divino Hugo incendiaba el cielo del arte con resplandores inmortales; era como un florecimiento esplendoroso de juventud, el mocerío, deslumbrado por los magos del lirismo, sufría la sed exquisita de los amores caballerescos, de los viajes arriscados, de las aventuras extremadas y peregrinas.
Jamás predicador alguno, jamás Bossuet ni Fenelón, jamás Massillon ni Fléchier, jamás el mismo Mermilliod, desplegaron desde su sagrada cátedra una elocuencia más persuasiva y untuosa que la empleada por M. Alfredo L'Ambert ante el lecho de Romagné. Dirigiose primero a la razón, después a la conciencia, y por último al corazón del enfermo.
Solo consigo mismo, ante un espejo de Venecia que le mostraba sin piedad su nueva imagen, cayó Alfredo L'Ambert en un abatimiento profundo.
Al final del último acto, cuando la heroína acabada de expirar en la escena, y Alfredo, su padre y el doctor entonaban el último terceto, una racha de viento colado pilló descuidada a la diva y le arrancó, después de difunta, un estrepitoso estornudo.
Heredero legítimo de un nombre y de una fortuna, el joven Alfredo había mamado en los pechos de su madre la elegancia y distinción, al par que los buenos principios. Despreciaba tanto como se merecen las innovaciones políticas introducidas en Francia a partir de la catástrofe de 1879. A su juicio, la nación francesa componíase de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano.
Palabra del Dia
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