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¡Miren la impertinente! decía la mayor de ellas; ¡los aretes de su madre son de plata y los de mi padre de oro! Maese Alfredo L'Ambert, después de haber andado mariposeando mucho tiempo de la morena a la rubia, había acabado por prendarse de una linda trigueña de ojos azules. La señorita Victorina Tompam era honesta, como se es generalmente en la Opera, hasta que se deja de serlo.

La primera obra seria de Alfredo Capus fué una novela titulada «Quien pierde, gana», á la que siguieron de cerca otras dos: «Falsa partida» y «Años de aventuras». Aquellos libros pasaron inadvertidos ante el gran público. Capus, que sin duda conocía el mérito de su trabajo, esperó, sin abatimiento ni pesadumbres, á que la crítica le hiciese justicia.

Por otra parte, afirmó por su honor, que el señor Alfredo L'Ambert no había visto a Ayvaz-Bey, ni había tenido intención de pegarle a él ni a nadie. El señor L'Ambert había creído reconocer a dos señoras, y se había acercado con viveza a saludarlas. Al llevarse la mano al sombrero, había dado un fuerte golpe, sin la menor intención, a una persona que venía en sentido opuesto.

No se lo digan ustedes a Lamennais, ni a Béranger, ni a Alfredo de Vigny, ni a Soulié, ni a Balzac, ni a Deschamps, ni a Sainte-Beuve, ni a Dumas. Me han dicho que cuente con uno de los primeros sillones que queden vacantes en la Academia a condición de que siga sin escribir absolutamente nada. Así que esté nombrado, recobraré mi libertad de acción y haré de mi capa un sayo.

Tan sólo lo comprendían en el Teatro Real, dejándose caer poco a poco en la poltrona de Violeta Valery, cantando al compás de la orquesta y en los brazos de Alfredo: ¡Addio d'il passato!

Y los mendigos privilegiados de Santo Tomás de Aquino expulsaban a cajas destempladas a dos o tres intrigantes, llegados de no dónde, con objeto de disputarles sus limosnas. Y M. Enrique Steimbourg, que mascaba un cigarro, hacía ya media hora, en el fumador de su padre, extrañábase de que su querido Alfredo no hubiese llegado aún.

En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción.

Entre los personajes de Capus, el lector advierte puntos numerosos de semejanza, todos se parecen y él lo reconoce así. «Hay dice, una docena, una veintena, cuando más, de sujetos-tipos.» «Quien pierde, gana», es el libro donde Alfredo Capus vertió la originalidad mayor de su espíritu; es el cimiento más fuerte de su obra, la sangre que riega la entraña de sus comedias mejores.

En el comedor, y sentados a la mesa, estaban cuatro señores con los cuales cambié un ceremonioso saludo. Uno de ellos era hombre de unos cuarenta años, de fisonomía simpática, facciones correctas y barba castaña recortada. Supe después que se llamaba D. Alfredo Villa, nacido en Cádiz y comandante de infantería.

Que la corbata de Napoleón no estaba bien anudada. Pocos hombres, en este terreno pacífico, hubiera podido medirse con maese Alfredo L'Ambert. Se firmaba L'Ambert, y no Lambert, en virtud de un acuerdo del Consejo de Estado. El señorito L'Ambert, sucesor de su padre, ejercía de notario por derecho de herencia.