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Actualizado: 19 de mayo de 2025


Aburrido de tal curiosidad, subió por un doble graderío á la plazoleta solitaria que precede á la iglesia, empleando allí las mismas estratagemas que cuando acechaba en las inmediaciones de Villa-Rosa. Se asomó al interior del templo, punteado de rojo por las luces de unos cuantos cirios.

Clementina, rechazada con ironía, se había batido prudentemente en retirada; pero una retirada no es una derrota para quien posee una voluntad decidida y nuestra heroína acechaba una ocasión de volver victoriosamente á la carga.

Un día entró nuestro niño muy descuidado: la traición le acechaba: de entre las faldas de la planchadora salió repentinamente el nuevo favorito y cayó sobre él con el ímpetu y rabia de una fiera; arrojole al suelo y comenzó a golpearle con tal furia, que en pocos minutos no le dejó sitio en el rostro sin su correspondiente señal.

Mas, en el instante de hacerlo, un travieso soplo de aire que le acechaba, giró en torbellino por la chimenea abajo, reanimando el hogar y despidiendo viva claridad, de la que huyó Federico como asustado. Sus compañeros le esperaban ya en el pinar. Dos de ellos luchaban para sujetar en la oscuridad un ser extrañamente disforme, el cual a medida que Federico se acercaba, fue delineando su figura.

Era doña Brígida, la ingeniosa compañera del rebajado Marín, que acechaba el momento oportuno, como el barítono de Un ballo in maschera para dar la puñalada. La víctima allí, era un príncipe; aquí, nada más que alcalde. Las razones que la eminente señora tenía para meditar tal crimen, no serán tan poderosas como las del barítono a los ojos de un hombre; mas de seguro lo parecen a cualquier mujer.

A tomar el velo habíase querido inclinarme; pero Dios no me llamaba a la perfección de la vida monástica; antes bien, ansiaba yo ver lo que fuera del convento había, que aunque decían que el mundo estaba gobernado por Satanás, y que en él la perdición acechaba a las criaturas, decíame a la luz natural de mi entendimiento que cuando tantas gentes vivían en el mundo, no debían ser tan grandes sus peligros, dado que el mundo no se había acabado ya, y todas las cosas que contra el mundo me decían, metíanme más en apetito de conocerle.

Sin saber lo que hacía, me precipité hacia la puerta, como para cerrar el paso a ese demonio amenazador. ¡Desgraciada que no sospechaba que otro demonio me acechaba, instalado antes que aquél en el umbral de la puerta! Minutos después entró Roberto. Ni una palabra, ni un saludo, nada más que esa mirada rápida y sombría que ya me había herido una vez como una puñalada.

Y en la tarde del día anterior, una mujer vestida de negro con un mantón echado por la cabeza, alta, flaca, vieja, semejante a una momia animada por la aflicción, acechaba en las proximidades del Palacio Real la salida y paso de un coche. Su ansiedad era grande, su esperanza débil, aunque poseía el más vivo fervor monárquico que ha existido quizás en el presente siglo.

Palabra del Dia

ciencuenta

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