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Actualizado: 11 de junio de 2025
La joven cayó casi desmayada sobre el pecho de la viuda; lágrimas de ternura indecible rodaron por sus mejillas; acarició a la madre, la besó y luego le dijo ligero: ¿Y también tengo padre, verdad? Madre, madre mía, ¿dónde está? ¡Ay! tu buen padre ya no existe. Toma, hija mía, aquí tienes su retrato. Y le entregó a su hija su relicario de oro.
Yo me presenté francamente entre ellas: una me acarició; las otras, incluso mi tía, me miraron con cierta indiferencia, y yo no debí preocuparme mucho tampoco de ellas, porque preferí meterme debajo de la mesa del comedor donde permanecí largo tiempo recorriendo las estampas de mi libro inseparable.
La señora Chermidy, concibió, acarició, debatió y rechazó la idea de un crimen mientras cerraba la sombrilla y saludaba a Germana, que no la conocía. Germana la acogió con esa gracia y esa cordialidad que es privativa de los venturosos en el mundo. La visita de una desconocida no tenía para ella nada de sorprendente.
Llegó al poco rato la señorita de Población, y enterándose de que no había nadie en casa más que Miguel, y éste sumido en oscura mazmorra, tuvo a bien sacarle de ella, apesar de las advertencias de las doncellas, que temían a su señora más que al mismo demonio. Llevolo al comedor, hizo que le diesen de merendar y le acarició y agasajó cortesísimamente.
La niña le dio las gracias con una sonrisa. ¿Te encuentras bien ahora? ¡Oh, sí; muy bien, muy bien! ¿Quieres dormir un poco a ver si te pasa ese malestar? No, no quiero dormir... Déjame..., no me hables..., ¡si supieras qué bien me encuentro! Ricardo sonrió satisfecho y le acarició la cara como a un niño.
Desde aquello que hubo con José Luis, no, puedes estar segura. ¡Tengo una indiferencia! Adriana con ardiente alegría acarició a Laura, contemplándola. ¡Ah, qué alivio! ¿Sabes lo que se me había ocurrido, la sospecha que había empezado a atormentarme? No, Adriana, no puedo imaginarlo. ¿Ni siquiera imaginarlo? ¡Oh! ¡cómo he podido crearme un motivo de tormento que no existe!
Lo besó apasionadamente, derramó sobre él lágrimas de ternura y prorrumpió en estas palabras: ¡Ay cordoncito de mi señora! ¡Quién la viera ahora! Colocó de nuevo el cordón en la cajita, y sacó de ella una liga bordada y muy limpia. La besó, la acarició también y exclamó al besarla: ¡Ay linda liga de mi señora! ¡Quién la viera ahora!
Acarició con mirada curiosa la habitación, elegante y alegre, y miró a Salvador, fascinada, muy, sorprendida.... Venía del país del sueño y del olvido.
Le besaba, se entretenía algunos instantes en charlar con él, y cuando le parecía que había robado demasiado tiempo al estudio de la sustancia gris, le decía empujándole hacia la puerta: Anda, chiquito, baja con tu abuelita, que yo no puedo perder un solo minuto. Dejole llegar hasta sus rodillas y le acarició distraídamente pasándole la mano por los cabellos.
En aquel momento, Roberto, que se levanta a las siete y trabaja antes de almorzar, entró en el comedor, y, dirigiendo una mirada a su esposa, acarició suavemente su mejilla, algo más encendida que de costumbre. ¿Qué ocurre, querida mía? le preguntó. Le disgusta que yo no haga nada y que tenga el pelo rojo dije como ofendido. ¡Oh! En cuanto a lo del pelo no es culpa suya admitió Rosa.
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