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Actualizado: 4 de junio de 2025
No lo enganchó con los pitones, pero el golpe fue horrible, demoledor, y testuz y cuernos, toda la defensa frontal de la fiera, abatió al hombre como una maza de hueso. El toro, que sólo veía al caballo, sintió entre sus patas un obstáculo, y despreciando el cadáver de la bestia, se revolvió para atacar de nuevo al brillante monigote que yacía inmóvil en la arena.
¿Qué sería de nosotros, señores, el primer partido de la República, el partido que derrocó a Rozas, que abatió a Urquiza, el partido de Cepeda, esa platea argentina, en que el Xerjes entrerriano fue vencido por los Alcibíades y los Temístocles porteños, si entregáramos a las muchedumbres el voto popular?
Pero una noche, o porque la dama estuviese de mal humor, o porque se gozase en mortificarle un poco, le trató con bastante despego mientras estuvo en el palco, le dejó abandonado a Pascuala mientras ella charlaba placenteramente con uno de sus jóvenes y aristocráticos amigos. El pobre Raimundo se abatió con este desprecio de un modo horrible. Ni siquiera tuvo fuerzas para despedirse.
El ciego incontrastable torbellino rugiente se abatió sobre su casa, cual fuego intenso, destructor, sanguino, que al soplo misterioso del destino deja luto y horror por donde pasa. Sus mujeres las frentes doblegaron, sus hijos en sus cunas se extinguieron, los años con su peso le agobiaron, y ya débil en brazo, se agostaron los altos lauros que su faz ciñeron.
Alza la frente que abatió la pena; Sacude el huracán de tu melena; Llene el viento el clangor de tus rugidos... Despierta, hermosa leona castellana, Que tus huestes tocando están a diana, Con los aceros hacia a tí rendidos.
Después, el aguardiente y los años han abatido el tórax que se irguió enorgullecido bajo la cota de acero de Ruy Díaz, se abatió en curva claudicante en demanda de las dos pesetas, en esas lamentables aulas de picardía y de dolor que están siempre abiertas en las aceras de la corte.
Y con intrepidez esperó al monstruo cuyos cuernos estaban tintos en sangre, y lo abatió a sus pies... El espanto se había apoderado de mí, puse las manos en la balaustrada del palco, tanto temía por él; porque me parece que si él hubiese sido herido, yo habría muerto. Entonces él se apoderó de mi mano, ¡oh!, bien a mi pesar, madre mía... y la besó, sí... Sus ojos se cerraron.
Entonces Carmen se levantó con un instintivo impulso de defensa. Estaba blanca y tenía en los ojos un extraño fulgor. Los puso en doña Rebeca con tal expresión de firmeza y desprecio, que la vieja abatió los brazos y la voz para murmurar: ¿Me desafías?... ¿Te burlas de mí?... Tú eres la santa..., la santa....
De aquella que con brazos vigorosos Derribó los guerreros orgullosos Del Brasil, de la Iberia y Albión; La que abatió la cima de los Andes, Y dió á la historia de los hombres grandes Páginas inmortales de esplendor?
Esta dificultad le abatió por unos instantes. Ambos se ocuparon en arbitrar algún medio para eludirla. El conde quería dejarlos en fideicomiso a alguna persona de confianza. Pero esto ofrecía también sus inconvenientes. Mejor sería ir colocando dinero a su nombre en algún banco, y al llegar a la mayor edad, fingir una herencia, inventar algún padre llovido del cielo...
Palabra del Dia
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