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De nada huía D. Facundo como de esto último; jamás le había oído nadie vanagloriarse de cosa alguna ni hablar siquiera de sus asuntos, con tal que de la conversación resultase él en buen lugar por cualquier concepto; su reserva era proverbial en casa de Rivera y en las demás que frecuentaba, que no eran muchas; esta cualidad, en vez de respeto, inspiraba risa a sus amigos, los cuales se complacían en mortificarle haciéndole preguntas referentes a su vida y negocios, y hasta le espiaban los pasos para decir después en plena tertulia lo que había hecho, dónde había entrado, con quién le habían visto hablar, etcétera.

Pero una noche, o porque la dama estuviese de mal humor, o porque se gozase en mortificarle un poco, le trató con bastante despego mientras estuvo en el palco, le dejó abandonado a Pascuala mientras ella charlaba placenteramente con uno de sus jóvenes y aristocráticos amigos. El pobre Raimundo se abatió con este desprecio de un modo horrible. Ni siquiera tuvo fuerzas para despedirse.

Por desgracia, el silencio no era prueba del sueño; es más, aunque tuviese los ojos cerrados no había prueba; porque muchas veces, por mortificarle, por castigarle, callaba, así, con los ojos cerrados, y no respondía aunque la llamase; no respondía a no ser ¡terrible era pensarlo!, pero ¿cómo negárselo a mismo?, a no ser con una bofetada y un

Al despedirse de ellos tropezó con Mercedes la Cardenala, á quien no había vuelto á hablar desde la memorable noche en que Soledad fué á buscarle á su casa. Como el buen humor le retozaba en el cuerpo, se aventuró á detenerla, saludándola con afectuosa expansión. La muchacha, sorprendida de aquel arranque, estuvo fría, circunspecta y no dejó de mortificarle con algunas palabritas amargas.

Comenzó a mortificarle con su constante mal humor, con el descuido de sus obligaciones domésticas: la comida fría, la cama sucia, la ropa sin coser. De vez en cuando le dirigía venenosas indirectas o burlas insolentes, de tal modo que al pobre hombre ya le iba pesando de haberse mostrado tan digno. La dignidad no es absolutamente indispensable para vivir; la ropa y el alimento .

Los informes que le había dado D. Juan acerca de la condición poco servicial de D. Jaime Pimentel, no dejaban de mortificarle. Ya, sin embargo, no había modo de retroceder, y lo que convenía por lo pronto era derrotar a D. Paco, aunque para ello fuese menester valerse del candidato menos buscador de turrones, más distraído y peor cultivador de distritos que hubiese en todo el reino.

Marta continuaba atenta a su tarea, como si nada tuviese que partir con lo que estaba pasando. No levantó una sola vez la cabeza durante la conversación, ni aun cuando su padre dejó la estancia. Ricardo la contempló fijamente largo rato. La actitud impasible de la niña empezaba a mortificarle.