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Aquí el catalán soltó una carcajada sonora y brutal que dejó avergonzado al buen D. Nemesio. Bueno, señor; si usted no cree en su eficacia, nada hay perdido. Quedó un poco amoscado y tardó algún tiempo en hablar; pero al cabo de algunos minutos no pudo contenerse y volvió a pegar la hebra asándonos a preguntas. A dónde íbamos, de dónde éramos, qué profesión teníamos, etc.

En la madrugada habíamos salido de Orán, y a mediodía, estando a la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubecilla negra, y al poco rato un vapor que todos conocimos. Mejor hubiéramos visto asomar una tormenta. Era el cañonero de Alicante. Soplaba buen viento. Íbamos en popa, con toda la gran vela de frente y el foque tendido.

Habíase puesto de pie para describir mejor aquellos instantes de lucha desesperada. Ya íbamos llegando a las galeras decía.

Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y deseaban meternos mano. En la última correría íbamos ocho hombres a bordo.

Zelayeta sentía, como yo, el entusiasmo por la isla desierta y por los piratas, y, como tenía talento para ello, dibujaba los planos de los barcos en que íbamos a navegar los dos, y de las islas desconocidas en donde pasaríamos el aprendizaje de Robinsones.

Y como nosotros no sabíamos la habilidad que tenía de los dedos a la muñeca, creímoslo; y el soldado juró de no jugar más, y yo de la misma suerte. El se reía a todo esto. Tornó a sacar el rosario para rezar; y yo, que no tenía ya blanca, pedíle que me diese de cenar y que pagase hasta Segovia la posada de los dos, que íbamos en púribus. Prometió hacerlo.

Se queda en «mis comparientes de Sevilla» o «los comparientes de Peleches». Bien: ¿y qué? Aguarde usted un poco... ¡canario, qué ricamente está hecho este café! Como obra de las manos de Catana, que no tienen igual para eso. También está rica la mantequilla... Esa es de primera aquí: recuerden lo que les dije de la leche. Pues a lo que íbamos.

Al saber después que íbamos con propósito de pasar allí la noche, volvióse rápidamente hacia Neluco y le dijo con afable sonrisa: Pues de ese modo, y ya que conoces bien la casa, encárgate de hacer los honores de ella a este caballero, mientras yo doy aquí abajo algunas disposiciones que son necesarias para quedar enteramente a la de ustedes.

Ibamos a la altura de San Vicente, a la anochecida, cuando un crucero inglés nos hizo señas de que nos detuviéramos, y nos lanzó, por primera providencia, una andanada. El capitán consultó con el teniente y con el contramaestre. Había bastante viento. Se podía escapar bien. La bruma se nos echaba encima. Después de la conferencia, el capitán mandó poner el barco al pairo.

Era la última noche que íbamos a pasar en San Javier, puesto que debíamos regresar a México el día siguiente, y me metí en cama con ánimo de descansar, indiferente al suceso que tan repetidas veces había turbado mi sueño. La tos, esa noche, me pareció más fuerte y rebelde que en las anteriores.