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Comprendió entonces el alucinado capellán lo que ocurría, con no poca vergüenza y confusión suya.... Por la pared trepaba aceleradamente, deseando huir de la luz, una araña de desmesurado grandor, un monstruoso vientre columpiado en ocho velludos zancos.

Todas aquellas matronas de barba canosa y brazos algo velludos, graves y señoriles, con la majestad de la madre de familia, no podían conocerle por la razón de que él había rehuido hasta entonces las dulzuras y placeres de la vida social. Nadie podía adivinar en su persona al célebre profesor Flimnap, tan alabado por todos los periódicos.

Caída sobre los hombros la capucha, desabrochado el hábito que mostraba el hercúleo cuello, desnudos hasta el codo los velludos brazos que tenía cruzados sobre el pecho, saludó reverentemente al abad y se dirigió con toda calma al reclinatorio que le estaba reservado en el centro de la sala.

Después de cambiar algunas palabras con el gañán, que era un mocetón formidable... así como de tres cuartas de alto y de diez años de edad... dirigiose a un señor obeso, bigotudo, entrecano, encarnado, de simpático rostro y afable mirar, de aspecto entre soldadesco y campesino, el cual apareció en mangas de camisa, con tirantes, y mostrando hasta el codo los velludos fornidos brazos.

Algunos que descollaban por su estatura pertenecían a una raza de hombres de pelo rojo, de piel blanca, velludos hasta la punta de los dedos y tan fuertes que podrían arrancar de cuajo una encina. Entre éstos se encontraba el viejo Materne del Hengst y sus dos hijos Frantz y Kasper.

Allí había ido a parar el brazo de Nicolás, y ahora se ocupaban los doctores en extraer una bala del hombro de un montañés del Harberg, de rojas patillas, para lo cual hacían a éste anchas incisiones en forma de cruz en la espalda, cuya carne se estremecía, y de los velludos costados del herido la sangre corría hasta las botas. ¡Cosa extraña!

A miles parece que andaban los mamuts, como en pueblos, cuando los hielos se despeñaron sobre la tierra salvaje, hace miles de años; y como en pueblos andan ahora, defendiéndose de los tigres y de los cazadores por los bosques de Asia y de África; pero ya no son velludos, como los de Siberia, sino que apenas tienen pelos por los rincones de su piel blanda y arrugada, que da miedo de veras, por la mucha fealdad, cuando lo cierto es que con el elefante sucede como con las gentes del mundo, que porque tienen hermosura de cara y de cuerpo las cree uno de alma hermosa, sin ver que eso es como los jarrones finos, que no tienen nada dentro, y una vez pueden tener olores preciosos, y otras peste, y otras polvo.