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Salvatti, amparado de aquel prestigio que cuidaba religiosamente, se sostenía como artista. Despedíase de la vida a la sombra de aquella mujer, la última que había creído en él y que toleraba su explotación. Aplaudida por públicos famosos, cortejada en su camerino por grandes señores, Leonora comenzaba a encontrar intolerable la tiranía de Salvatti.

E intentaban abrirse paso hasta ella, entre el tropel de adoradores que continuamente la asediaban bajo la mirada inteligente y voraz de Salvatti. Por entonces murió su padre en un hospital de Milán. Un final tristísimo, según le explicaba en sus cartas la antigua bailarina. ¿De qué había muerto?... Isabella no sabía explicarlo.

Recordaba la facilidad con que se alejaba Salvatti, en el momento oportuno; la rara casualidad con que se combinaban los sucesos para facilitar sus infidelidades; comprendía que aquel hombre era un rufián que cautelosamente preparaba sus aventuras con hombres poderosos presentados por él mismo, para sacar provechos que quedaban en el misterio.

En Roma se desnudó ante un joven escultor de escaso renombre, al que había hecho el regalo de una noche, apiadada de su muda admiración. Le dio su cuerpo para modelo de una Venus y ella mismo lo hizo público, buscando que el escándalo mundano diese celebridad a la obra y a su autor. Encontró a Salvatti en Génova, retirado de la escena, dedicado a comerciar con sus ahorros.

Ocultándose de Salvatti, que al verse en decadencia era terriblemente avaro, Leonora envió a su padre algunos centenares de francos desde Londres y desde Nápoles. El doctor devolvió los cheques a su procedencia sin añadir una palabra, a pesar de hallarse en la miseria. Entonces Leonora envió todos los meses algún dinero a la vieja bailarina, encargándola que no abandonase a su padre.

Deseosa de vengarse y seducida al mismo tiempo por el esplendor de aquel mundo elegante con el que se rozaba sin penetrar en él, tuvo aventuras y engañó muchas veces a Salvatti, experimentando con ello un diabólico placer. Pero no; después de transcurridos los años, al examinar el pasado con la frialdad de la experiencia, comprendía los hechos. La engañada era ella.

Este no tardó en comprender la impresión que causaba en aquella joven que prometía ser una belleza y con su frialdad de amante egoísta se propuso sacar partido de la pequeña. ¿Fue el amor lo que empujó a Leonora hacia los brazos de Salvatti? La artista, cuando examinaba su pasado, protestaba enérgicamente. No era amor; Salvatti era incapaz de inspirar una pasión verdadera.

La envidia de los compañeros exageraba prodigiosamente esta leyenda, y Salvatti, cansado, pobre, conservando de su pasado una belleza fatigada y ademanes de gran señor, vivía de los públicos de provincia que le aplaudían bondadosamente, con la misma satisfacción de amor propio que si socorrieran a un príncipe destronado.

Y tanto llegó a dominarla el imperioso amante, tal embriaguez produjo en su naturaleza sensual aquel primer amor, que obedeciendo a Salvatti, se fugó con él al terminar la temporada, abandonando a su padre. Este era el hecho más terrible de su vida. Ella, tan valerosa con el pasado, que no se arrepentía de nada, parpadeaba conteniendo las lágrimas al recordar tal locura.

Por fin salió de aquella bohemia artística, cantando en Padua todo un invierno. Allí conoció al tenor Salvatti, un gran señor que trataba desdeñosamente a los compañeros y era tolerado por el público en consideración a su pasado. Por su figura arrogante había triunfado muchos años sobre la escena.