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D.ª Josefa relató exactamente la escena ya conocida, sin omitir los insultos que dirigió a la joven. Como esta versión dijo el defensor no concuerda con lo manifestado por la querellante en el sumario, de no haber hablado con mi defendido desde su regreso de Palencia, pido un careo entre ambas.

Una emoción violenta corrió por la sala. Hubo un rumor prolongado. Todas las miradas, fijas hasta entonces en la querellante, se dirigieron hacia el acusado. El P. Gil había escuchado aquella infame declaración, primero con sorpresa, después con una triste compasión, que los circunstantes, impresionados por las palabras de la joven, no supieron leer en sus ojos.

La testigo misma se lo había aconsejado para que se librase de una beata tan insufrible. ¿Y no es cierto preguntó el defensor que un mes, poco más o menos, después del regreso de Palencia, la querellante se presentó una noche en casa de mi defendido, y que fue arrojada por él de allí? , señor. Explique cómo ha sido.

Renuncio a seguir repreguntando dijo el abogado con una sonrisa maliciosa, que indicaba bien claramente que ya creía haber conseguido su objeto. Faltaba la gran emoción de aquel juicio, el acontecimiento que desde que se comenzara hacía unos días se esperaba por todos con verdadero anhelo; faltaba, en suma, la declaración de la querellante, que estaba la última en la lista.

Señor presidente manifestó el abogado de Obdulia, la acusación se adhiere a esta petición de la defensa, pero solicita que este careo se efectúe después que la querellante haya declarado. Así lo dispuso la presidencia. El acusador repreguntó a D.ª Josefa: ¿Es cierto que la testigo miraba con malos ojos a mi defendida, por suponer que la sustraía una parte del cariño o la estimación de su amo?...

Acaso viendo la posibilidad de desbaratarlo se opondría, mientras que sabiéndolo cuando ya estuviese hecho, no tendría más remedio que resignarse. En fin, me alegó una porción de razones que concluyeron por convencerme... Aquí hizo una pausa la querellante; se llevó la mano a la frente, como si le doliese traer a la memoria lo que iba a decir. Un gesto digno de una actriz de primer orden.

Nada de entrar, como debiera, en el carácter de la querellante, de hacer resaltar el trastorno crónico de su sistema nervioso, la violencia sorprendente de sus sentimientos, lo mismo el amor que el odio, la susceptibilidad enfermiza de su amor propio que parecía desprovisto de piel y en carne viva siempre; nada de buscar, en fin, el origen, el verdadero génesis de aquella acusación extraña.

Mandó que la sacase y se la entregase, así como estaba, a la querellante; él lo hizo temblando; tomóla la mujer, y, haciendo mil zalemas a todos y rogando a Dios por la vida y salud del señor gobernador, que así miraba por las huérfanas menesterosas y doncellas; y con esto se salió del juzgado, llevando la bolsa asida con entrambas manos, aunque primero miró si era de plata la moneda que llevaba dentro.

Su mirada no se cruzó jamás con la del sacerdote; pero supo bien dar a este miedo el aspecto de desprecio. Deseo que manifieste la querellante preguntó el abogado defensor cómo es que, habiendo sucedido todo lo que acaba de declarar, se confesó después única autora de aquella fuga y nada dijo hasta trascurrido mucho tiempo de la violencia de que fue objeto. No he dicho nada por vergüenza.

No estoy loca, no, ni calumnio a nadie... La que calumnia a un sacerdote es usted, pícara, que tiene que dar cuenta a Dios de su maldad... Repórtese la testigo dijo el presidente. Repórtese también la querellante, o me veré obligado a expulsarlas de la sala. Pero ni una ni otra hicieron caso de la amenaza. Obdulia siguió gritando: ¡Falso! ¡Miente usted!