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A la salida del coro señalaba al chantre, un prebendado obeso, con el rostro cubierto de placas rojas. Mírelo usted, tío decía a Gabriel . Esa caspa que tiene en la cara es un recuerdo del pasado. Corrió mucho, sin fijarse dónde ponía el pie... ¡Pues con esa facha, todavía presume de conquistador!

Mírelo aquí... No le rematé los hilos de las costuras, porque, mi verdad, una mortaja tampoco requiere aquel cuidado que una falda para ir al baile. ¡Doña Monchiña de mi vida, mire qué guapa le va esta esterilla dorada! Doña Moncha aprueba con un gesto.

Tengo un payé poderosísimo: llevo en el pecho tres plumas de caburé. Usted es casi del país; usted sabe lo que es eso. No hay hombre ni fiera que pueda nada contra . ¡Macanas!... ¡Todo macanas! Ya había surgido la terrible palabra. El policía empalideció al verse desmentido con un tono de desprecio. Pero ¿no le digo que tengo un payé?... Mírelo. A usted solo se lo enseño.

Sin embargo, un instinto de picardía que poseía yo lo mismo que él, me impelió a obrar como si no comprendiera la indirecta; murmuré algo en este sentido, y me incliné otra vez sobre mis papeles. A los pocos minutos que sus suelas de madera pataleaban sobre el entarimado. Mirelo: estaba junto a la puerta, de pie. ¿Usted no saber, Chylee? No dije con fingida seriedad.

Mírelo cómo distribuye a las señoras los libros de que es autor y periódicos con su retrato. ¡Ah, comediante!... Lleva en su equipaje colecciones enteras de todas las revistas ilustradas que han hablado de sus predicaciones en Canadá, Estados Unidos, Australia y no cuántos sitios más.

Vio iniciarse un gesto de desagrado en la cara de su amigo por la imprudencia de tales palabras, y se apresuró a cambiar de conversación, fijándose en «el hombre lúgubre», que estaba a pocos pasos de ellos contemplando la ciudad. Mírelo... tan tranquilo, como quien no teme nada. Pero toda su calma debe ser pura comedia; por dentro quisiera yo verle.

Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución, el abismo. , ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un dragón.

Los toros seguían inmóviles y agrupados. Cuando manifesté que había arreado a los caballos porque un toro negro se dirigía a nosotros: ¿Dónde está el toro negro? me preguntó el conde. Mírelo usted allí. ¡Si es un cabestro, amigo! Explosión de risa entre los que nos rodeaban. Don Jenaro tuvo la delicadeza de montar en el carruaje apenas lo levantaron y amarraron un tirante roto.